San Juan 3, 11-21; Sal 99, 1-2. 3. 4. 5; San Juan 1, 43-51

En estas primeras lecturas y evangelios del año la Iglesia está poniendo ante nuestra consideración aspectos a cual más importante para nuestra vida. Una vida de la que comienza un año más.

Estos días hablábamos de la necesidad de apartarnos del pecado, de no dejarse llevar o seducir por los sibilinos consejos del padre de la mentira que es el diablo y, todo esto, con el buen deseo por parte de la Iglesia de que lo pongamos en práctica no uno o dos días, sino durante todo este año que ahora estamos estrenando.

Así las cosas, hoy tenemos delante de nosotros un trozo del Evangelio que nos habla de la llamada. De cómo Dios va llamando a las personas para que vivan en la tierra como lo estaban haciendo, pero con luz nueva -“yo soy la luz del mundo”-, con un caminar seguro -yo soy el camino- en la verdad -“yo soy la verdad”- y con la sabia divina en nuestra vida -“y la vida”–, este es el modo de proceder de quien al escuchar que Dios le pide más, él sigue esa llamada de lo alto.

Así aconteció con Felipe: “determinó Jesús salir para Galilea; encuentra a Felipe y le dice: “Sígueme”. Nos dice el Evangelio de hoy.

Esta llamada puede ser que suceda en tu vida o no. Pero desde luego puesto que el que llama es Dios, ciertamente se puede decir que es una verdadera suerte el que un día uno escuche en el interior de los tímpanos de su alma, que Dios quiere de un modo especial contar con uno.

El “modo especial” no significa un modo raro, extraño o “sui géneris”. No. Gracias a Dios la Iglesia con luz iluminada por del Espíritu Santo, determina los distintos caminos por los que el hombre puede encauzar esas llamadas de Dios. Pero no sería eso lo que quisiera resaltar hoy, sino el hecho de la llamada en sí misma: Dios continúa llamando al hombre hoy, como entonces. Y la llamada es -tenga la forma que tenga- siempre una llamada a un amor más grande hacia el mismo Dios -“amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón con todas tus fuerzas”- y una llamada para servir a los demás hombres -“y amarás al prójimo como a ti mismo”–, en esto “se resume toda la Ley y los profetas”. Esta es siempre, a fin de cuentas, la razón última de la llamada: ya sea una llamada para evangelizar en las lejanas paganas tierras misionales, ya sea para ejercer el apostolado en medio de un hedonista y duro mundo, ya sea en la oscura y enrejada celda de un convento donde los muros nunca son de piedra sino -como los corazones de esas monjas- de carne palpitante de amor a Dios.

Y otra característica de esa llamada, que no es distinta de las dos que acabamos de mencionar, sino como aglutinadora de ambas: la llamada de Dios es siempre, como el bien, difusiva; es decir, tiende a expandirse, como el fuego -“fuego he venido a traer a la tierra, dice el Señor, y qué quiero sino que arda”– Por eso, leemos en el Evangelio de la Misa de hoy que “Felipe era de Betsaida, ciudad de Andrés y de Pedro” (otros dos discípulos) y allí, “Felipe encuentra a Natanael y le dice: ‘Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”.

Digamos que el que recibe la llamada, como hoy vemos le sucede a Felipe, “no se puede aguantar” y necesita decir lo que “ha encontrado”. Y no quisiera dejar de mencionar una última observación para terminar nuestras reflexiones de hoy. Felipe mezcla en su difusivo apostolado, a la hora de presentar a Jesús con una mixtura de lo divino -“aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas”- con lo humano -“Jesús, hijo de José, de Nazaret”-; esto me parece especialmente significativo para terminar nuestra oración de hoy: Dios está en el Cielo -en la ley y en los profetas–, pero también está junto a nosotros, en la casa de al lado, en nuestra propia casa, en la casa de José el carpintero, está en un pueblo cerca de aquí, en Nazaret: ¡venid a adorarle!