Hebreos 9, 2-3. 11-14; Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9; Marcos 3, 20-21
Hace unos días vi un programa de televisión lamentable. Se trataba de justificar la eutanasia. Varios periodistas (que representaban a distintas sensibilidades), formulaban preguntas a una mujer que había colaborado en el suicidio de un tetrapléjico. No se trata de valorar la actitud de los contertulios en dicho programa, sino el problema de fondo. Lo que parece vislumbrarse es una especie de amnesia colectiva respecto a lo que supone el papel del hombre en el mundo. Todos los acontecimientos que se producen a nuestro alrededor, o que surgen a través de los distintos medios de comunicación, parecen bombardear nuestros sentidos, precipitándose con una velocidad desorbitada en la que somos incapaces de valorar sus repercusiones. Lo que antes tenía carácter de valor permanente o irrenunciable (el amor, la vida, Dios, la familia…), ahora pertenece al orden de lo más contingente. Es más, da la impresión de que todo aquello que parece tener visos de ser esencial (en clave filosófica sería lo que permanece ante cualquier cambio accidental), es rechazado inmediatamente, porque resulta ser sinónimo de involución o fundamentalismo. Hemos pasado de la reflexión a la improvisación, sin ningún tipo de mediaciones que nos hagan discernir sobre determinado tipo de actuaciones o juicios, y que puedan influir en el comportamiento humano.
El que un público frenético aplauda la decisión de una mujer que colabora en la muerte de un inválido (presuntamente pedida y grabada en vídeo), no nos exime de responsabilidades. Hoy, más que nunca, la “rosa de los vientos” (el norte de la conciencia humana) es zarandeada por una manipulación que no conoce antecedentes ni límites. Por eso, la responsabilidad es personal, la de cada uno. Y responder a este tipo de planteamientos no es cuestión de someterlo a lo opinable, sino que está en juego el futuro de la propia humanidad. Ya lo decía Juan Pablo II cuando apelaba al carácter trascendente del hombre para salir de la cultura de la muerte en la que la actual sociedad se encuentra inmersa.
Al hilo de lo anteriormente dicho, el cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, pronunciaba una conferencia el 10 de diciembre pasado, acerca de los motivos de la increencia en nuestra sociedad, en la que, entre otras cosas, decía lo siguiente: “El bienestar y la cultura de la secularización provocan en las conciencias un eclipse de la necesidad y el deseo de todo lo que no sea inmediato. Reducen la aspiración hacia lo trascendente a una simple necesidad subjetiva de espiritualidad, y la felicidad al bienestar material y la gratificación de los impulsos sexuales”. Estas reflexiones hechas en voz alta nos dan el calado necesario para un diagnóstico que, en muchas ocasiones, parece irreversible. Ante una sociedad que se considera suficiente, gracias al nuevo orden de bienestar, y que (como me decía un amigo hace poco) aún puede esperar cola para comprar el roscón de Reyes, pocas cosas se le puede ofrecer con dinero, o, mejor dicho, todo es posible si hay un talón por delante.
“Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales “. Ahora se trata, tal y como aseguran algunos políticos del nuevo “talante”, acusar a la Iglesia católica de totalitarista y carente de diálogo… o, incluso de que no está es sus cabales, como acusaron al propio Jesucristo, tal y como nos dice el Evangelio de hoy. Si diagnosticar una enfermedad contagiosa y casi incurable es imputar al médico de irresponsable e incapaz de poder dialogar o consensuar, entonces, o estamos todos enfermos, o la mentira es la única media del actuar humano.
Miramos a la Virgen de nuevo, y le pedimos que no nos haga perder nunca la sensatez de ser sus hijos.