Hebreos 10, 19-25; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6; Marcos 4, 21-25
“Cuando alguien se queja de esperar, es que no ha esperado lo suficiente”. Esta expresión la escuché hace unos días en boca de alguien de quien sí que estoy seguro de que vive, a veces en grado heroico, la virtud de la esperanza. Sentirse uno traicionado por lar circunstancias es la manera más fácil de evadirse de la propia responsabilidad, por eso, resulta de suma importancia no precipitarse a la hora de tomar decisiones de las que, posteriormente, podamos arrepentirnos. Aquí, es donde entra la virtud cristiana de la esperanza, como una manifestación en la vida personal de cada uno de que el tiempo en el mundo es una medida convencional, mientras que para Dios todo es mucho más relativo. Lo dice hoy la carta a los Hebreos: “Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa”. ¡Cuántas batallas inútiles nos ahorraríamos si fuéramos conscientes de semejante verdad! La iniciativa siempre parte de Dios, mientras que al hombre se le ha dado la capacidad para poder recibir gracia sobre gracia, es decir, el asemejarnos cada vez más al querer divino.
A todos se nos escapa en muchas ocasiones la fuerza por la boca. Podemos proferir todo tipo de discursos, amables palabras… pero para que todo eso se adecue con la realidad es necesaria una buena dosis de ejercicio de voluntad. No digamos nada en todo lo que hace alusión a las promesas. Con tal de ganarnos el favor de otros para nuestro interés, somos capaces de prometer “el oro y el moro”, aunque después caiga en el baúl del olvido aquello que con tanta valentía íbamos a hacer. Somos prisioneros de nuestras mentiras (“piadosas”, decimos), porque nos cuesta aceptar nuestras limitaciones, y entramos irremediablemente en la espiral de la insensatez. Con Dios ocurre todo lo contrario. Lo que Él promete lo lleva a su término y, aunque algunos les suene mal, “caiga quien caiga”. El problema por nuestra parte es hacer del tiempo un ídolo más al que debamos tributo con nuestra impaciencia, y con la “urgencia” de avasallar también a otros. Por eso, también en la misma carta a los Hebreos, se nos insiste en pensar un poco en los demás: “fijémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad y a las buenas obras”. Cuando no se mira al prójimo con los ojos de la generosidad, entonces sólo cabe el egoísmo para nuestro provecho personal… Un rasgo más que se aparta de la virtud de la esperanza.
Al observar la vida de los santos, existen muchas características que comparten, y que tienen un mismo denominador común. Sin embargo, la esperanza es algo verdaderamente notable. Una persona entregada a Dios, no sólo sabe relativizar los acontecimientos, sino que sabe esperar. Por ejemplo, llevados por las prisas, y por lo mal que van las cosas en nuestro mundo, algunos son capaces (tal y como me dice un amigo) de emplear los mismos instrumentos del diablo. A corto plazo puede resultar una solución sencilla y cómoda, pero, ¿de qué manera quedarán perjudicados todos aquellos que van a otro ritmo, o que no entenderán lo que hacemos con precipitación? La política, la economía, la cultura, etc., son ámbitos en los que podríamos poner multitud de ejemplos… cada cual ponga el suyo.
Estar atentos a los demás es actuar con paciencia y, sobre todo, con esperanza. Jesús, en el Evangelio de hoy, nos habla precisamente de cómo han de ser nuestras acciones: “Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces”. El sufrimiento de la Virgen era justificado en cuanto la desproporción que existía entre la entrega del Hijo de Dios y la respuesta de los hombres… Sin embargo, supo esperar, y contempló la victoria de Dios sobre la muerte y el pecado.