Hebreos 10, 32-39; Sal 36, 3-4. 5-6. 23-24. 39-40; Marcos 4, 26-34
El desánimo es enemigo de la alegría. Los que pasan años luchando creyendo que no han obtenido nada de provecho, son aquellos que sólo confían en sí mismos. “Dígame un motivo para estar alegre”, me dijo ayer un buen hombre, ya algo mayor, y que se quejaba de lo que tocaba vivir, nada que ver con años pasados. Sólo se me ocurrió contarle un chiste (como es un poco largo no voy a ponerlo ahora por escrito), y después de esperar, aunque sólo fuera una leve mueca, una sonrisa por su parte, me dijo que no estaba para bromas, y que lo que estaba ocurriendo en nuestra sociedad era mucho más serio de lo que yo pudiera imaginar. Le dije que compartía con él dicha preocupación, pero que los lamentos sólo sirven para desanimarnos aún más, y que lo nuestro, como cristianos que nos confesamos, era, sin dejar de poner los medios adecuados, confiar en la providencia de Dios… En fin, toda una predicación, que me dio la impresión de haberla repetido en la homilía de la Misa recién celebrada. Creo que el señor en cuestión ni se despidió, más bien me observó como un bicho raro y se fue.
Y esta anécdota me ha venido a la memoria al leer la carta a los Hebreos de hoy para el comentario del Evangelio: “Os falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la promesa. Un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará sin retraso”. Pensaba cómo sería la actitud de aquellos primeros cristianos que fueron perseguidos y martirizados, y que tendrían conversaciones al estilo de la anteriormente referida. ¿Perderían el humor?, ¿vivirían continuamente atemorizados?, ¿estarían en una constante tristeza?… Creo que no. Además, estoy firmemente convencido de que nuestra situación no es, ni mucho menos, parecida a la de hace dos mil años. Sí, puede ser que sea más sutil la persecución a la que estamos sometidos, ya que estar “embadurnados” con tanto bienestar, nos puede hacer cómplices de lo que juzgamos o criticamos, pero la verdad sigue siendo la misma. Precisamente, y que me perdone el amable lector, lo que a veces más nos agobia es que no podamos compaginar nuestras debilidades (tan puestas de moda y aplaudidas por todos) con las exigencias del Evangelio.
Hemos perdido la alegría. “Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma”. Efectivamente, ¿cómo no estar alegres, si la fe les hacía, a esos nuestros hermanos mayores, vivir en sintonía con el querer de Dios? Tu problema y el mío, es que en muchas ocasiones no sabemos (o no queremos) distinguir la voluntad de Dios. La confundimos con nuestros gustos y con nuestros deseos… y eso produce mucha tristeza. Si tuviéramos el convencimiento al que nos anima el salmo de hoy: “Confía en el Señor y haz el bien, habita tu tierra y practica la lealtad; sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón”, entonces nuestras acciones no buscarían la compensación pertinente, ni nuestros pensamientos se perderían en quimeras que nada tienen que ver con la realidad… y aún nos quejamos de lo mal que va el mundo.
Vivir alegres no es tener nuestros caprichos cubiertos (algunos lo llaman “productos de primera necesidad”), más bien produce el efecto contrario. No hace falta “tener” (dinero, fama, influencia…incluso salud) para estar alegres. El único requisito que se le pide a un hijo de Dios para ser feliz es que esté plenamente convencido de su filiación divina… todo lo demás, corre por cuenta del Espíritu Santo. Vuelvo a repetir que no se trata de tener los pies lejos del suelo, sino de poner el corazón en el lugar que le corresponde, y eso comporta, una vez más, poner los medios adecuados. En la alegría y en la tristeza, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad… en todas esas situaciones seguiremos siendo hijos de Dios, y sólo en algunas ocasiones la “procesión ira por fuera” (¡qué remedio!), porque por dentro sólo habrá sitio para la paz y la alegría.
Estoy convencido de que la Virgen María sería una mujer profundamente alegre; carácter éste que lo heredaría Jesús, y que seguro contagiaría, a su vez, a sus discípulos… nadie va detrás de alguien triste y “cabreado”, estando en un continuo desánimo (“un santo triste, es un triste santo”, dirá Santa Teresa de Jesús).