Hechos de los apóstoles 4, 1-12; Sal 117, 1-2 y 4. 22-24. 25-27a; san Juan 21, 1-14

Los evangelios de estos días nos sitúan delante de distintas apariciones del Señor a sus discípulos después de su resurrección.
En este caso, ellos están junto al lago de Tiberíades. Pedro, dice de pronto: “me voy a pescar”. Añade el Evangelio que a los demás les pareció buena la idea y también dijeron: “vamos también nosotros contigo”

Da la impresión de que están como inertes, tristes, sin saber que hacer. Me puedo imaginar a Pedro sentado en la arena jugueteando con un palo, repasando su vida, y quizá todavía resbalándole alguna que otra lágrima por sus mejillas en especial por sus últimas intervenciones tan desafortunadas con el Señor. Recuerdos de falta de fe, de cobardía, de negación. También de arrepentimiento, y supongo que de orgullo pisado, por su bravucona actitud y posterior negación: había negado al Señor ante una mujercita que le “acusaba” de ser discípulo del maestro, jurando no conocerle. Quizá para mayor hundimiento, estaría pensando que, a estas horas, todos los demás ya sabrían que él había fallado. Tremendo para lo orgulloso que era Pedro. Digo “era” porque las “humillaciones” que nos da la vida, nos ayudan a ser humildes de verdad.

Si ya estaban tristes, más aún cuando, finalmente “salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada”. Lo que faltaba. La cosa ya estaba negativa, y encima, lo único que sabían hacer, pescar, tampoco les sale bien: no les entra ni un mal pez.

Vaya semana que llevaban. Toda la noche sin dormir, sin pescar y “estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús”. Cuando uno está muy metido en sí mismo, no reconoce a Jesús ni en las personas ni en los acontecimientos ni en nada, sólo se mira a sí mismo, su problema, su tristeza, su “penita”.

La escena aún se torna ahora más dramática: “Jesús les dice: muchachos, ¿tenéis pescado?”. No han pescado nada y viene alguien al que ni han mirado y les pregunta que si tienen pescado. Por eso la contestación, aunque el Evangelio no recoge sonidos, ni tonos, debería de ser muy seca y dura; el Evangelio sólo recoge un: “no”.

Todo mal, todo al revés, todo horroroso, todo negativo, todo triste, todo desesperanzador. Pero todo va a cambiar cuando hagan caso a la Palabra de Dios. Sigue el Evangelio: “El les dice: echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Es la obediencia a lo que Dios manda; no nos quedemos sólo con lo de que cogieron muchos peces; quedémonos con que obedecieron a la ley de Dios: ir a misa los domingos, confesarse precisamente ahora en Pascua, honrar padre y madre, etc.: eso es “echar la red a la derecha”. Y esa obediencia es la eficaz: hace milagros en nuestra vida interior, con los demás.

Ellos, los apóstoles-pescadores son los que saben de redes y barcas; el Mesías-carpintero no sabe nada de peces y pescas; pero obedecen y consiguen los frutos que deseaban: “echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. “Y aquel discípulo que tanto quería Jesús le dice a Pedro: es el Señor”

“El que tanto quería”: el amor siempre dilata las pupilas del conocimiento; el amor es el que toma conciencia más pronto de las cosas; el amor es el primero que despierta del letargo del egoísmo, el que nos lleva a salir de nosotros mismos. El amor es el que nos llevará a levantar la vista y a ver enseguida que, detrás de esta persona o de aquel acontecimiento, está, como siempre, Dios. Obedezcamos al Señor y tendremos cada vez más ojos sobrenaturales.