Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal 39, 7-8a. 8b-9. 10. 11; Hebreos 10, 4-10; san Lucas 1, 26-38
Los salmos son una fuente inagotable de oración. Qué sorprendente es el inicio del salmo de la misa de hoy: “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas”. Quizá lo primero que podríamos pensar es nos han enseñado justo lo contrario. Siempre nos han inculcado que debemos ser sacrificados, que debemos ofrecer las cosas a Dios. Y la confusión podría aumentar al leer a continuación lo que añade el mismo salmo: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído”. En cambio me abriste el oído. ¿qué tendrá que ver? Podríamos preguntarnos.
Parece evidente que el Señor prefiere que tengamos el oído abierto a lo que nos puede decir más que a las ofrendas que, según nuestro gusto, le podamos ofrecer.
E insiste: “no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: ‘aquí estoy’. Aquí estoy como está escrito en mi libro para hacer tu voluntad; Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas”.
Quizá ya va estando más claro. A veces ofrecemos las cosas a Dios, por ejemplo al levantarnos por la mañana, o a lo largo del día; a veces nos imponemos pequeños o no tan pequeños sacrificios: no comer de algunas cosas que nos gustan, privarnos de cosas buenas por amor a Dios. Sacrificios y ofrendas. Pero estaríamos equivocando el auténtico espíritu cristiano, lo que Dios quiere de nosotros, si hiciéramos esos sacrificios y ofrendas, pero -y este ‘pero’ es muy importante- sin hacer lo que realmente Dios nos pide en cada momento. Por eso el salmista dice, como si se hubiera dado cuenta de pronto: “tú no quieres sacrificios ni ofrendas” pero ya sé lo que quieres, tú, Señor lo que quieres es que yo diga en todo momento “aquí estoy para hacer tu voluntad”.
Así, ¿de qué valdría, por ejemplo, en un estudiante, que se sacrificara no comiendo, que durmiera en el suelo, que al levantarse ofreciera todas sus obras a Dios y, luego, durante el día, no estudiara, no atendiera en clases? Si a lo largo de la jornada maltratara de palabra y con obras a sus compañeros. Y si se tratara, por ejemplo, de un padre de familia, no estaría haciendo la voluntad de Dios el que se “matara” a trabajar, se sacrificara mucho en la oficina, en el campo y, al llegar a casa, contestara mal a su mujer, o no atendiera a sus hijos.
Lo que Dios quiere es que en cada momento hagamos lo que debemos -su voluntad-, que cumplamos siempre sus mandamientos; que digamos: “Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas”, como dice el salmo.
¡Cuántas veces ocurre lo contrario! Hay gente -y esa gente somos también nosotros- que es capaz de grandes sacrificios, o de grandes ofrendas: vamos en peregrinación a una ermita, o hacemos un via-crucis, o rezamos tres rosarios. Pero luego en el trabajo, en la familia, con los amigos, no nos comportamos como buenos cristianos, no hacemos la voluntad de Dios, lo que sabemos que quiere de nosotros. Por eso Señor, Tú nos aclaras que “no quieres sacrificios ni ofrendas y en cambio me abriste el oído”. Claro. Me abriste el oído para que escuche la palabra de Dios, para que “me entere” qué es lo que me estás diciendo en cada momento.
Es un error en el que podemos incurrir fácilmente. Por eso terminamos nuestra consideración con las últimas palabras del salmo que queremos hacer nuestras: “he proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios: Señor, tú lo sabes. No me he guardado en el pecho tu defensa, he contado tu fidelidad y tu salvación, no he negado tu misericordia y tu lealtad ante la gran asamblea”.