Hechos de los apóstoles 13, 44-52; Sal 97, 1-2ab. 2cd-3ab. 3cd-4 ; san Juan 14,7-14
“Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna creyeron”. Existe una cierta obsesión en algunos de nuestros ambientes, sobre todo en los círculos mediáticos, de etiquetar la figura del Papa con unos perfiles que se alejan de su propia naturaleza. Cuando, por ejemplo, se le equipara a un líder civil escuchamos que la autoridad del Romano Pontífice se asemeja a la de un poder absoluto. Sin embargo, se olvida que el Papa sí que está subordinado a un orden superior, que no es otro que el de la palabra de Dios y la fe católica. Por eso, al Papa se le denomina “servus servorum Dei” (siervo de los siervos de Dios), que no significa otra cosa que actuar con una extraordinaria responsabilidad, y viviendo en una genuina comunión con la Iglesia Universal (en unión con todas las iglesias particulares del mundo). Por tanto, ausencia de subordinación respecto a otras instancias (civiles o eclesiásticas), no significa independencia absoluta, ya que el Papa ¡nunca! puede cambiar el depósito de la fe. Todos recordamos, por ejemplo, el caso de la posible ordenación de mujeres al sacerdocio. Juan Pablo II nunca dijo que prohibiera semejante tipo de órdenes, sino que NO TENÍA PODER PARA HACERLO. Su magisterio quedaba subordinado, en definitiva, a la tradición unánime de la Iglesia, que siempre consideró dicha doctrina irreformable, pues fue recibida directamente de Jesucristo.
“Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mi, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras”. Si el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, es capaz de hacer semejantes afirmaciones respecto de su misión, cuánto más clarificadoras serán las de su vicario en la tierra. De esta manera, la primera gran afirmación respecto del Papa, es que su primado, a diferencia de otras formas de gobierno, NO ES UNA INSTITUCIÓN HUMANA. Su autoridad no es simplemente moral, sino que tiene una verdadera potestad recibida de su Fundador: Jesucristo, el Hijo de Dios. El Papa no es “un primero entre iguales”, como ocurre en otros organismos religiosos no católicos, sino que su suprema autoridad sólo se deriva de Cristo y, por tanto, no existe delegación de nadie. ¿Qué ocurre, entonces, con el colegio cardenalicio, que es el que elige al nuevo Papa? Antiguamente un Sumo Pontífice podía elegirse por aclamación popular. Para evitar, precisamente, las continuas injerencias del poder civil sobre la Iglesia, se vio la necesidad de que sólo un grupo de clérigos (los más inmediatos colaboradores del Papa), conocedores de la realidad de la Iglesia romana (el Papa siempre es el Obispo de Roma), fueran los adecuados electores. Lo verdaderamente importante es que, una vez elegido Romano Pontífice, su potestad es innegable.
“Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”. El Papa ejerce su gobierno en nombre de Cristo. Sin embargo, su autoridad, aunque sea propia y no derivada de los demás obispos, nunca está separada de la que tiene el colegio episcopal. Esto significa, que el Papa siempre está en comunión con todos los obispos del mundo. Se entiende, por tanto, que su potestad refuerza y sostiene la de los demás obispos… Esto, de una manera palpable y ejemplar (a pesar de las continuas críticas de disensión, que aseguran algunos existe dentro de la Iglesia), es lo que ha muchos ha llamado la atención en la última elección de Benedicto XVI, y que el propio Consejo de Europa destacaba: “La rápida elección del Papa demuestra la unidad de la Iglesia Católica”.
Una vez más, para ti y para mí, en estos momentos tan emotivos, lo que hemos de hacer es dar muchas gracias a Dios, además de rezar mucho por él, por el magnífico Papa que encontramos en Benedicto XVI. Le pedimos a la Virgen que el Magisterio y la autoridad del nuevo Romano Pontífice alienten, no sólo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad, a vivir coherentemente su condición de hijos de Dios.