san Juan 1, 5-2, 2; Sal 102, 1-2. 3-4. 8-9. 13-14. 17-18a ; san Mateo 11, 25-30

¡Qué cosas tiene la obediencia! Ayer le dije al Vicario parroquial si escribía el comentario,… ¡y lo hizo! Después de esa “sonrisa de anuncio” de ayer, me da algo de reparo ser más mundano, pero vamos a lo nuestro.
Durante la celebración penitencial con los niños de catequesis los hermanos pequeños estaban al fondo de la iglesia corriendo, saltando, subiéndose a los bancos, …, en definitiva: siendo niños. Uno de ellos, de cinco años, al ver que los niños y algunos padres se acercaban a contarnos cosas (es decir, a confesarse), debió pensar que eso era una especie de oficina de denuncias y, entre uno y otro, se acercó a donde yo estaba y me dijo: “Es que un niño más mayor que yo me ha pegado en el culo.” (Podría haberle pegado en otra parte, pero eso es lo que me dijo). “Y, ¿le has perdonado?” le pregunté. “Sí, le he perdonado -me contesta-,… pero luego le pegué.” ¡Alma cándida!. A este chico habrá que darle una catequesis especial sobre el perdón dentro de unos años.
Tal vez esta criatura no sea la única que no entiende el significado de las palabras: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros como yo os he amado.” Tal vez en estos tiempos, y en esta sociedad, se hable más de amor que nunca. Pero nos han robado el significado de la palabra, y nos han entregado un sucedáneo “Ultra-Light” que llamamos amor, pero que muy poco o nada tiene que ver con el amor humano, y nada con el amor que Cristo nos tiene. A todo se le llama amor: a la lujuria, a la degeneración, al rollito de fin de semana, al abuso, a la genitalidad, a la utilización de los demás para descargar mis instintos, etc. … pero la verdad es que nos estamos quedando sin amor. Y los cristianos, ¡almas cándidas!, dejamos que nos roben el verdadero amor para entregar a nuestros hijos, a las futuras generaciones, a los niños y a los jóvenes, un hastío de vivir sin conocer lo que es el amor.
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.” Algunos gobernantes (y algunos se consideran católicos), promueven ese asalto al sentido de la vida, que es el robo del amor humano y divino. Ahora, en la ciudad en que vivo, se dará la “píldora del día después” a partir de los diez años, y sin tener que pedir permiso a los padres. Es decir, se le dice a una criatura que use y abuse de su cuerpo o del de otros, que cubra con una costra de porquería pegajosa su sensibilidad, su capacidad de amar y de entregarse completamente a otro, que llegue a la juventud asqueada de su propia vida y de sus relaciones. Que castre su capacidad de ser madre o padre, que niegue a sus progenitores la capacidad de educarle, aconsejarle y ayudarle a ser persona. Pero no pasa nada: se toma la pildorita, se mata a la criatura, y, ese joven que cierra los ojos a su pasado, a su historia y a la experiencia (que es la madre de la ciencia, dicen), caminará a trompicones por su vida, sin entregarse por nada ni por nadie, hasta que, harto de una vida sin sentido, se convierta en un ser triste y deprimido.
Pero a los padres parece que les da igual: “serán otros los que se amarguen, mi hijo no hará eso.” Y cuando lo haga qué: “Le perdono…pero le he pegado”. Me parece tristísimo vivir en una sociedad tan aletargada que no se mueve ni aunque le roben el sentido del amor, le rapten a sus hijos y los entreguen a un futuro vacío, le deformen su imagen de persona y se rían de que es hijo de Dios. Seguimos dormitando, aunque los enemigos de Dios y de la Iglesia ya no se toman la molestia ni de caminar de puntillas para no despertarnos.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.” Ahora se carga a la sociedad y a los jóvenes con el peso de una vida sin sentido y creemos que Cristo -que es quien nos libera-, es una carga. ¿Tan tontos estamos?
María, nuestra Madre, nos despertará de este sueño (pesadilla diría yo), en el que caemos todos y tal vez algún día podamos descubrir otra vez el verdadero y único sentido de esa palabra que tanto repetimos: amor.