Deuteronomio 4, 32-40; Sal 76, 12-13. 14-15. 16 y 21 ; san Mateo 16, 24-28
En el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor nos da una pauta para seguirle que, aunque ahora, con el paso de los siglos, nos parece “lógica” no lo era tanto en aquel entonces. Dice el Señor: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a si mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Todos los hombres que aparecían como maestros o líderes, diríamos ahora, salvo quizá los llamados estoicos, eran guías que mezclaban un montón de teorías y modos raros de vivir, con una incoherencia de vida porque, al igual que pasa en los tiempos actuales, “se hacían la religión a su manera” y desde luego, lo que predicaban era la felicidad en la tierra si se seguía su doctrina. Religión o mundo filosófico, o modo de vida, en el que, en cualquier caso, no era precisamente la cruz -ni de lejos- la señal sintetizadora, el estandarte de su fe.
En la predicación y vida de Jesús, esto chocaba profundamente. Había una lógica, había una exigencia, donde junto a una ascética y lucha por vivir unos principios, se daba también un espíritu de alegría, de familia casi. Los discípulos que seguían a ese Maestro eran gentes normales: unos, la mayoría -porque mayoría eran junto con los agricultores en aquella época los hombres- eran pescadores, y, luego, algunos más cultos, un médico, un recaudador de impuestos.
Esta era quizá otra característica. A estos seguidores se les conocía su oficio, quienes eran; donde vivían; que se trataba de personas “serias”, que hasta ese momento -el momento de seguir más de cerca al Maestro- vivían de lo que honradamente ganaban con su trabajo. No eran gente rara.
Y, además, esta otra característica que hoy nos recuerda el Evangelio de la Misa: si querías seguir a este “Rabboni”, a éste Maestro, tenías que negarte a tus caprichos, a tus planes, –“niéguese a si mismo”– y estar dispuesto a tomar como compañero de camino un instrumento que para el oído del judío significaba lo peor: cargar “con su cruz”. Sólo entonces, podías seguirle.
El Señor prometía la cruz. Por eso San Pablo que conoce el cristianismo con posterioridad a la marcha de Jesús al cielo, lo de la cruz le suena como le sonaba a todos, así califica la cruz como “necedad” o locura” de modo que: “el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. (I Cor. 1,18).
El hombre de hoy huye de la cruz. Por eso no encuentra a Cristo. De ahí que el hombre contemporáneo vaya por la vida buscando la felicidad en tantas otras cosas que desde aquí -desde la Iglesia, desde Cristo- se le dice que es una pena que busque esa felicidad en lugares donde no está la cruz, porque allí no está Cristo y, donde no está Jesús, allí no hay, no puede haber felicidad. Puede haber fiesta, bullicio, diversión, jolgorio, por no decir cosas malas. Pero incluso aunque llegara a cotas inmensas de placer, de poder, o de ser honrado o vitoreado por millones de personas, de nada le serviría porque diremos con el Evangelio de la Misa de hoy “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”. Y la ruina sería conseguir todo menos a Cristo. Y Cristo está en la cruz. Lo que sucede es que no queremos oír esto. Es más, cuando estamos sufriendo por cosas, nos llamamos “desgraciados”.
Pero entendámonos bien: el cristianismo es una fe de amor, y, precisamente por eso -que se lo pregunten a las madres que son las que más saben de amor para con sus hijos- el amor comporta sacrificio, entrega, renuncia. Se ama, y, consiguientemente se “toma la cruz” por amor a un hijo; por amor a una profesión, a un empleo; el hombre “toma su cruz” cada día y va a dejarse la piel por una empresa humana. Se comprende perfectamente que para seguir el camino que nos marca Cristo, también tengamos que tomar la cruz. Con una muy grande diferencia con cualquier comparación de “cruz humana”, y es que, la cruz que nos ofrece el Señor, si la seguimos sin titubeos ni regateos, es seguro que nos levanta hacia el cielo, hacia la felicidad que buscamos, porque, lo diremos una vez más, la felicidad está, aquí en la tierra -aunque parezca paradójico– cargando con la cruz de Cristo.
Es tan importante esta predicación del Evangelio de la Misa de hoy, que hasta desde pequeñitos, la Iglesia ha querido que aprendamos en el catecismo, cuando nos preparamos para tomar la primera comunión, que a la pregunta:
-“¿Cuál es la señal del Cristiano?”, nosotros respondamos con certeza: “la señal del cristiano es la santa cruz”.