Josué 3, 7-10a. 11. 13-17; Sal l13A, 1-2. 3-4. 5-6; san Mateo 18, 21-19, 1
Seguimos con nuestra semana de santos, en este caso, santa. Celebramos hoy a Santa Clara, la que quiso abrazar a la dama pobreza, según el ejemplo de San Francisco, imitando así a Cristo. Las lecturas de hoy no nos hablan de pobreza, sino de perdón. Puede parecer que la única coincidencia sea la “p” del comienzo y que tenga que hacer más piruetas (otra “p”) que estos comentarios para llegar a su destino en estos días (hay que ver las malas pasadas que juega la informática). Sin embargo la vida del cristiano es identificarse con Cristo, por lo que no existen “apartados” que separen unas virtudes de otras, como si no tuvieran nada que ver entre ellas. Pobreza y perdón tienen mucho más que ver que la “p,” dejémonos de piruetas.
Cada día veo a más personas que no son capaces de perdonar. Mayores o jóvenes, da igual, van negando la palabra, el saludo, y sólo dejan la crítica despiadada, cada vez a más personas. Como en la más “cutre” telenovela, cuando dejas de ver a un grupo de gente durante un tiempo, cuando vuelves a tener contacto con alguno descubres que se han desecho amistades y, los que antes eran íntimos amigos, ahora no quieren saber nada el uno del otro. Hasta en mi parroquia, personas que me han quitado la fama y a los que nunca he retirado el saludo ni mi pobre ayuda, desaparecen haciéndose los ofendidos, para no tener que verme o hablar conmigo. ¡Así es la vida!.
“Señor, si mi hermano me ofende , ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” ¿Qué tiene que ver esto con la pobreza? Mucho. La pobreza cristiana, la pobreza que vivió San Francisco y Santa Clara, no consiste en no tener, sino en entregar. Un ejemplo: a dos personas les tocan un millón de euros en la lotería. Uno entra en un casino y se lo juega, perdiendo la cantidad total del premio, quedándose sin nada. El otro se acerca a un orfanato y dona la cantidad total del premio. También se queda sin nada. El resultado es el mismo, la pobreza, pero hay una gran diferencia entre uno que se sentirá enfadado y frustrado por haber perdido su dinero, y la alegría del otro que ha entregado a otros lo que había recibido. Cuando no somos pobres como Cristo, aunque no tengamos un céntimo o no se nos caiga de la boca el hablar de “los pobres,” nos hacemos dueños de las cosas, y no sólo de las materiales. Hay muchos que se creen dueños de la misericordia, del perdón. Como si fuese un logro suyo el ser capaz de perdonar, una capacidad innata de su gran corazón. Los que se creen poseedores y dueños de la misericordia, son como el avaro que no quiere soltar su fortuna, que distribuye tacañamente y siempre esperando un beneficio. Como el usurero anuncia su negocio, procura dar a conocer a bombo y platillo lo bueno que ha sido, a quién, qué y lo mucho que ha perdonado. Hasta que llega el día en que escucha: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.” Entonces se da cuenta que ha perdido toda su misericordia en la ruleta y descubre su corazón inmisericorde. Se niega a perdonar y se justificará con “la cantidad de veces que ha sido bueno con esa persona,” “¡ya está bien de hacer el tonto!” y frases parecidas que no hacen sino justificar su bien más preciado, a sí mismo.
Sin embargo, el que vive la pobreza evangélica, sabe que tiene un tesoro inagotable que recibe cada día. Las cosas materiales son un don que no nos ata. Como Santa Clara, el Domingo de Ramos que abandonó la casa de sus padres, sabe que no se va sin nada, sino que marcha con su mayor tesoro: el amor que Dios nos tiene. El perdón a los otros es sólo distribuir la misericordia que recibimos diariamente de Dios, por lo que es inagotable. Cuando realmente eres pobre no te perteneces a ti mismo, por lo que comprendes que eres exclusivamente de Cristo y, como Él, acoges las ofensas e insultos de los hombres. Y como tu Maestro y Señor sólo puedes derramar misericordia, “perdonando toda la deuda.”
¿Te parece difícil? Cuentan que Santa Clara, llevando la custodia con el Santísimo Sacramento en las manos, hizo huir asustados a los sarracenos que querían invadir Asís. Tú hoy, cuando vayas a comulgar o dediques un rato delante del Sagrario, dile al Señor que el sea tu único bien, que tú seas Él. Verás cómo huyen despavoridos tus egoísmos, tus tan amados “derechos,” tu soberbia y tu prepotencia. Y no dejes pasar el día de hoy sin hacer esa llamada que tu orgullo te ha impedido hacer desde hace tanto tiempo, acercarte a hacer esa vista que siempre dilatas, escribir esa carta que nunca terminas, y perdonar o pedir perdón, como Cristo lo haría. Así serás pobremente rico. ¿Y si no te responden? Pues “hasta setenta veces siete” si la misericordia de tu corazón viene de Dios, jamás se agotará, nunca dirá basta.
La Virgen es Madre de Misericordia. Ella te enseñará tu verdadero tesoro, la misericordia que Dios tiene diariamente contigo.