Josué 24, 14-29; Sal 15, 1-2a y 5. 7-8. 11; san Mateo 19, 13-15
Mientras se celebra ese híbrido entre los mundiales de atletismo y water-polo, y las pobres atletas hacían acopio de vallas, en vez de saltárselas, pensaba en el Evangelio de hoy, y me acordé de Juan.
Juan no es su nombre, pero no voy a poner aquí el auténtico. Le conocí en mis primeros años de seminario, ayudábamos a sus hijos (más de cinco), en el estudio y los llevábamos de excursiones y campamentos. Juan tenía un problema: bebía y bebía mucho. Mandaba a sus hijos pequeños a por botellines de cerveza rellenos de anís, que se tomaba uno tras otro. Aunque yo era muy jovencillo conocía a toda la familia, incluido a Juan. Una noche me llamaron cerca de la una de la mañana (no penséis en el seminario normal, antes era un tanto distinto), Juan se había puesto bastante violento y había echado de su casa a su mujer y sus hijos, que estaban en la calle. A mi me abrió y fui dejando las puertas abiertas para que entrase el resto de la familia, a los que luego iba enviado a la cama. Hablamos mucho rato, primero del Atlético de Madrid (era su equipo, y es la única vez en que he seguido algo el fútbol para tener tema de conversación), y hacia las tres de la mañana hablamos de su enfado de ese día. Estaba tan enfadado porque llevaba todo el día sin beber, se había propuesto dejarlo (otra vez), y después de un largísimo día no había notado entre su mujer y sus hijos el menor cambio, seguían mirándole con recelo y con malas contestaciones. Intenté explicarle que siete horas de abstemio no podrían borrar quince años de borrachera casi continua. Pero su manera de verlo era que había hecho el esfuerzo de su vida y sólo había encontrado obstáculos, no valía la pena intentarlo. Hace unos años fue la última vez que le vi, en la boda de su hija mayor, brindó con naranjada, llevaba unos cuantos años sin probar el alcohol y tenía una familia unida, con las dificultades normales de cualquier familia, y sus alegrías.
“En aquel tiempo, le acercaron unos niños a Jesús para que les impusieran las manos y rezara por ellos, pero los discípulos los regañaban.” Ante este evangelio lo habitual es hacer la oración sobre la vida de infancia espiritual, y seguro que si lo haces sacas más provecho que con este pobre comentario. Quisiera centrarme en los obstáculos que a veces tenemos para acercarnos a Dios, incluso dentro de la propia Iglesia. Cuando comenzamos el camino de la oración muchas veces somos inquietos, queremos que tras una semana siendo fieles a nuestro ratito de encuentro con Dios todo irá fenomenal y se irán todos los obstáculos, que empezaremos a ser impecables y las tentaciones desaparecerán de sopetón. Pero no es así, y a veces nos enfadamos con Dios y le dejamos. Decimos, como el pueblo de Israel: “Serviremos al Señor!” pero como el pueblo de Israel sólo lo hacemos si nos está continuamente entregando la “tierra prometida” y apartando a los enemigos.
Otras veces nos pasa como a mi amigo Juan. Tenemos una lucha interior intensísima, estamos intentando corregir -con la ayuda de la gracia de Dios-, algún defecto o algún pecado que nos exige una batalla constante. Pero resulta que el confesor, que a veces lo que quiere es que le dejemos en paz cuanto antes, nos dice que eso son tonterías, que lo importante son otras cosas; los amigos, e incluso la familia, no entiende ese drama interior y, como si de almorranas espirituales se tratase, se sufre en silencio. Hasta que desistimos y dejamos que se queden en nuestro interior esos “dioses extranjeros.”
En otras ocasiones comenzamos a acercarnos a Jesús, pero nos regañan, nos dicen que no seamos extremistas, que todo está bien pero sin exagerar. Y como vivimos rodeados de tibieza -también entre los sacerdotes, qué vergüenza me da ver mi vida-, olvidamos que Dios es “un Dios celoso,” y vamos conformándonos con seguirle de lejos, a veces muy de lejos.
“Dejadlos, no se lo impidáis.” Con esto valdría para terminar este comentario (que se va alargando demasiado). Si Jesús quiere -y ten la certeza de que quiere-, ni nuestros pecados, ni nuestra debilidad, ni las incomprensiones, ni la tibieza y flojedad propia y del ambiente, podrán impedirnos acercarnos a Jesús, con un poquitín que insistamos. No vamos a borrar tantos años lejos del Señor en media hora, pero nada ni nadie es más fuerte que el amor que Dios nos tiene y quiere que estemos con Él.
Pídele ayuda a la mujer que no tuvo ningún reparo en acercarse a Cristo. Su madre, nuestra madre, le acunaría, le bañaría, le cogería de la mano e incluso -como en el mundo al revés-, le bendeciría. Ella te enseñará este sábado el camino y acabaremos brindando en el banquete celestial (aunque sea con naranjada).