Joel 1, 13-15; 2, 1-2; Sal 9, 2-3. 6 y 16. 8-9 ; san Lucas 11, 15-26

“No hay nada que me conforte más que el que digan lo bien que hago las cosas. Además, mi amigo Alfonso, que también es un buen sacerdote, me regala de vez en cuando con alguna que otra vanidad…”. Andaba con tan “altas” inspiraciones cuando, bruscamente, una señora de cierta edad, sentada en un banco y adornada tan sólo de harapos, me abordó diciendo: “Padre, ¿me da un cigarrillo?”. No era la primera vez que me lo pedía, pues proviene de un albergue cercano, y ya en más de una ocasión hemos tenido un encuentro de este tipo. Unas veces le digo que sí, y otras que no llevo un cigarrillo encima. Como también iba cavilando (entre vanidad y vanidad) de qué hablaría en el siguiente comentario del Evangelio, me propuse hacerlo sobre esta señora. Ahora bien, después de algunos años de encuentros similares, ¿cuál era su nombre? En ese momento creo que “aterricé”, y me dije: “No solamente presumes de lo que no tienes, sino que, además, vas a utilizar a esta pobre señora para tu propio provecho”. Si esto fuera la continuación de un cuento con moraleja, seguro que iría hacia ella le preguntaría algo acerca de su vida, sus necesidades, su familia… pero, nada de eso. Me limité a darle los dos cigarrillos pertinentes, aunque sí le pregunté por su nombre. “Marinieves”, me contestó secamente… y me marché.

Los que tenemos el humor variable solemos caer en extremos. De la euforia pasamos a la “depre” en un “pis-pas”. Pero también los años enseñan y, sobre todo, el gran maestro sigue siendo Nuestro Señor. Por eso, al abrir la página de la primera lectura de hoy, me dije: “Vale, vale, ya sé lo que quieres decir”. Es del profeta Joel, y ya sólo el primer párrafo es un verdadero “poema”: “Vestíos de luto y haced duelo, sacerdotes; llorad, ministros del altar; venid a dormir en esteras, ministros de Dios, porque faltan en el templo del Señor ofrenda y libación”. ¡Hay tanto que creemos haber aprendido que, en verdad, no sabemos nada! Cuando estamos convencidos de haber dado un paso importante en la vida (reconocimiento, estabilidad, madurez, seguridad…), resulta que damos dos hacia atrás (indecisión, miedo, enfermedad, abandono…). Una vez más, Dios nos enseña que las seguridades no vienen por lo que hacemos o tenemos por nuestro “esforzado” mérito, sino por lo que Él nos ama. Y no se trata de “marear la perdiz” una vez más, sino que, o me convenzo de ello, o de nuevo esperaré anhelante la palmadita de alguien en mi espalda: “¡Cuánto vales, chaval!”.

A Jesucristo, en el Evangelio de hoy, le piden una señal del cielo. Nuestro Señor, en cambio, les habla de ese demonio que, habiendo abandonado a un hombre, se va a buscar a siete diablos más y, encontrando la casa barrida y arreglada (el alma de aquel hombre en cuestión), termina la historia mucho peor que al principio. Si Jesús, siendo el Hijo de Dios, no permite en ningún momento contemplación alguna hacia su persona (halagos, aplausos, vanaglorias…), ¿cuánto más no deberíamos hacer nosotros que, ante la más mínima miel en los labios, olvidamos quiénes somos realmente?

Duras parecen también las palabras del Señor que nos dirige hoy: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Estoy convencido de que aún me queda mucho para identificarme con el Amor de mi vida, Jesucristo, pero estoy dispuesto a correr el riesgo: ¡Quiero aprenderlo todo de Él! ¡Ojo!, también soy consciente de que, dentro de ese aprendizaje, está el saber que la pobre Marinieves tiene una historia, unos años por los que habrán pasado tantas cosas: alegrías, penas, gozos… y, ahora, pobreza y dejadez. Y, aunque sólo sea con dos cigarrillos, intentaré saber algo más de ella, porque también (o con más razón) es un alma de Dios.

¿No entendemos, al fin, por qué la Virgen María, ante tantas maravillas de Dios, todo lo guardaba en su corazón?