san Pablo a los Romanos 8, 12-17; Sal 67, 2 y 4. 6-7ab. 20-21 ; san Lucas 13, 10-17

En el Evangelio que hoy leemos en la Misa, el Señor se acerca a una mujer que ve enferma -el evangelista nos dice que llevaba así dieciocho años “encorvada, sin poder enderezarse”- y la cura. Esto a primera vista podríamos decir que es lo normal. Sí; pero hay un pequeño detalle: nadie, ni la propia interesada se lo pide. Ahí está la mujer, el Señor la ve encorvada, por lo que es fácil darse cuenta de que no está bien, y acercándose “le impuso las manos -nos sigue contando el Evangelio–, y en seguida se puso derecha”.

Pienso que la fe y el amor a Dios son siempre necesarios en nuestra vida y en la de aquellos hombres que se cruzaban con el Señor por los caminos y ciudades, para que se obren los milagros, pero unas veces, esa fe -es lo que vemos en la mayoría de los casos en el Evangelio- es manifiesta, pública: “arrojándose a los pies del Señor le rogaba”, o “Señor, ven que mi siervo está enfermo”; y así tantos otros momentos que recogen los Evangelios en los que se ve cómo el Señor al ver la fe y el amor que le tienen, corre a curar, a sanar a los hombres de sus dolencias. Los cura a petición del propio enfermo o porque viene alguien -la madre, el centurión, cuatro amigos de un paralítico-y le piden que cure a su hija, a su siervo o a su amigo.

Pero otras veces los enfermos, los que padecen una necesidad son curados, atendidos, por el puro corazón misericordioso del Señor. Él ve qué mal lo está pasando la pobre criatura, y va a remediar su pena: la viuda de Naín, sólo tenía un hijo, era viuda, ¡y se le acababa de morir el hijo!. El Señor va a resucitarlo sin que se lo pidan, “manda parar el cortejo fúnebre”; la resurrección de Lázaro se produce porque era su amigo y ve a sus hermanas muy tristes y llorosas, “vamos allá”, gritará el Señor al ver la terrible pena que hay en el corazón de toda esa gente buena, resuelto a dar la vida al que estaba muerto.

Podríamos concluir que el Señor actúa cuando ve fe y amor y, podríamos añadir ahora, y sinceridad de sentimientos: hay dolor verdadero, hay cariño grande, cierto, real, hacia las personas o seres queridos.

Y así, ante aquella mujer, que quizá estaba en la vera del camino, o sentada escuchando la palabra de Jesús, esto es, la Palabra de Dios, vería de pronto cómo los ojos del Señor se quedaban clavados en los de ella, y “al verla, Jesús la llamó y le dijo: mujer, quedas libre de tu enfermedad. Le impuso las manos, y en seguida se pudo derecha”.

Tenemos que tener, fe, amor y sinceridad de sentimientos, querer ser buenos, pues, de hecho, el Evangelio dice a continuación que la mujer “glorificaba a Dios”.

Todos los acontecimientos de nuestra vida deben de ser ocasión para glorificar a Dios, los que suponen la curación de una enfermedad que estábamos sufriendo durante dieciocho años, como esta mujer; pero también hemos de glorificar a Dios durante cada uno de los días de esos dieciocho años en los que estábamos enfermos, porque también entonces, cada uno de esos días de nuestra enfermedad, podemos, si nosotros queremos, convertirlos en un acto de alabanza a Dios.