san Pablo a los Romanos 11, 1-2a. 11-12. 25-29; Sal 93, 12-13a. 14-15. 17-18; san Lucas 14, 1.7-11
Los ojos de Cristo, que no perdían detalle, contemplan cómo los convidados de aquel fariseo buscan los asientos de honor en la comida. Pero, en aquella masacre y en esta anécdota, la mirada de Jesús va mucho más allá. Entonces se sirvió de la noticia para levantar los corazones de los hombres al temor de Dios. Ahora, mientras contempla la «comedia humana», le parece estar ante la tragedia de los hijos de Adán: como si hubiera ya subido a lo alto del Madero, sus ojos contemplan, desolados, la loca carrera de los hombres que huyen del Calvario y pelean entre sí por los consuelos de este mundo. Está viendo a los hermanos enfrentados por la herencia de los padres, y a los compañeros de trabajo que no se hablan porque hay en disputa un puesto directivo, y a los matrimonios quebrarse porque ambos quieren «tener razón», y a los pueblos en guerra a causa de un pedazo de terreno o de una posición de liderazgo… Mientras la Cruz se queda sola.
No es que importe el detalle de aquellos convidados; es ridículo, es una ópera bufa. Pero, ante la mirada del Señor, la anécdota se vuelve transparencia; el detalle se vuelve palabra poderosa; la prosa se torna verso y la casualidad parábola. Nada es ocioso, nada sucede porque sí. Todo quiere decir algo, y en el acontecimiento más insignificante se oculta una Palabra de Dios. A Jesús no le interesa aquel sainete de fariseos emperifollados clavándose cuchillos con toda reverencia; a Jesús le interesa la tragedia que hay detrás: la de la ambición y el odio, la del desprecio de la Cruz, la de la soberbia que mata al Espíritu, reproduciendo la Pasión en el alma de cada hombre.
Sé que, hoy, mi comentario es difícil; si me da tiempo, os contaré un chiste que viene muy a mano. Pero tened en cuenta que aquellos fariseos entretenían sus miradas en medir las filacterias de su prójimo y compararlas con las suyas; o en olisquear el perfume de su compañero de mesa para notar si olía mejor que el propio; o en comprobar cuál de los dos rabíes había traído más discípulos. Mientras tanto, los ojos de Jesús, que traspasan la anécdota como si fuera un cristal, ya están clavados en la eternidad y dialogando con los ojos de su Padre. Hay que tener mucha vida interior para mirar así; hay que rezar mucho para que la Historia se vuelva transparente. Sólo desde la Cruz se capta esa dimensión.
El chiste: «-¡Cuánto me alegro, señora, de verla en este banquete! -Siento no poder decir lo mismo. -¡Pues haga lo que yo! ¡Mienta!». La comedia humana; la tragedia de pecado de los hombres. Entre tanto, María, ajena a estos chismes de salón, sabe bien a dónde debe encaminar sus pasos. En el último de los puestos de este mundo, está la Cruz; y, cosido a ella con tres clavos, su Hijo. ¿Por qué no vamos con Ella? Si los demás se pelean buscando donde no hay nada, allá ellos. Tú y yo sabemos donde está nuestro tesoro.