Jeremías 11, 18-20; Sal 7, 2-3. 9bc-10. 11-12; san Juan 7, 40-53

Al leer el evangelio de hoy me han venido a la memoria algunos episodios de la vida de san Ignacio, cuando se encontraba en los inicios de la experiencia religiosa que daría lugar a la Compañía de Jesús. Estaba él entonces estudiando en Alcalá, después de haber peregrinado a Tierra Santa y haber pasado dos años en Barcelona aprendiendo latín. El caso es que allí no estudió mucho sino que se dedicó al apostolado. Como muchos le seguían y el carecía de grados académicos se empezaron a levantar suspicacias. Fue encarcelado e interrogado hasta que al final se descubrió que no había nada herético en sus enseñanzas. En cualquier caso hubo de dejar la ciudad y emprendió el camino a Salamanca. Allí le pasó tres cuartos de lo mismo, y aunque después de examinarlo detenidamente hubieron de reconocer su ortodoxia volvieron a prohibir que instruyera a la gente. En estas decidió ir a París.
El Señor a veces inspira a gente sin estudios y les otorga una ciencia que es don del Espíritu Santo. Es lo que le sucedió a san Ignacio y hay otros casos como el de Francisca Javiera Fernández del Valle o Teresa de Lisieux. Por el contrario, hay personas muy doctas que, si carecen de la debida docilidad a la gracia, pueden no entender nada. Por eso Jesús amonesta a los sabios que le retan. Aquella gente estudiaba la Escritura. Muchos de ellos dedicaban a ello toda su vida. Pero les faltaba el espíritu para entender a Dios. Convirtieron su palabra en objeto de ciencia y olvidaron a su autor. Por eso no podían entender lo que decía. Jesús los amonesta: “Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna: pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida!”.
El mismo Señor nos explica dónde reside la dificultad de aquellos hombres. Sólo buscan la gloria humana. Por eso no pueden entender lo que el Señor dice. Dios se revela para manifestar su gloria que, en palabras de san Ireneo, consiste en que el hombre viva, es decir, en el bien del hombre. Incluso cuando nos dedicamos a las cosas sagradas hay ese peligro, que es ocupar el lugar de Dios y, en lugar de su bien, buscar el nuestro. San Ignacio logró una alta comprensión del Evangelio y de la vida de Nuestro Señor y, gracias a él, muchas personas siguieron un camino de perfección. No es extraño que su lema fuera “Para mayor gloria de Dios”.
El deseo de brillar o de ser reconocido no es extraño. Pero, como recuerda Jesús en otro momento, si buscamos ser reconocidos por los hombres, entonces ya hemos obtenido nuestra recompensa. Aquella gente leía a Moisés y lo conocía a fondo, pero no creía. Habían reducido la Sagrada Escritura a su razón y, por lo tanto, no confiaban en ella. Pensaban que la sabían del todo. Con esa actitud no es extraño que no reconocieran a Jesús.
En nuestro caminar cuaresmal se nos muestra una nueva faceta en la que hemos de fijar la atención para purificar lo que haga falta. Decía san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales que “no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gustar internamente de las cosas”. Pidámosle a la Virgen María, que guardaba todas las palabras de su Hijo en el corazón y las meditaba que nos dé humildad para acercarnos a la Palabra de Dios y que, en lugar de querer dominarla en nuestro provecho, sea ella la que nos modele a nosotros.