Jeremías 20, 10-13; Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 5-6. 7; san Juan 10,31-42
Van transcurriendo los días, y nos vamos acercando al comienzo de la Semana Santa. Se va “respirando” un cierto aire de tensión espiritual en el ambiente, y si no lo es en muchos corazones, sí que lo es en la liturgia y en las lecturas de estos días. “A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él”. Estas palabras de Jeremías nos recuerdan muy bien la manera en que los poderes fácticos de Israel persiguen al Señor. Cualquier excusa (aunque sea inventada) es buena para poner en entredicho al Mesías, y buscar la condena pública. Sin embargo, y lo hemos leído en días anteriores, aún no ha llegado “la hora” de Cristo, y por mucho que se empeñen los enemigos de Dios, sin Su voluntad no hay nada que hacer. De otra manera nos contesta el mismo Jeremías hoy: “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo”. Si tuviéramos la misma seguridad que aquellos “voceros” de Dios, quizás nuestros problemas serían otros, como el de buscar la manera de anunciar a los demás que vale la pena amar a Dios.
“Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador”. Es cierto que en el Antiguo Testamento hay momentos dificiles. Pueblos que traicionan a otros, venganzas, muertes, desengaños… es decir, tal y como ocurre en muchos lugares de nuestro mundo actual. Pero, también hay un elemento que lo distingue de otros, y que hace incluso más comprensible la actitud de muchos comportamientos. Ese elemento no es otro que el de Dios mismo que va relevándose a un pueblo un tanto corto de “entendederas” (también nos podríamos incluir nosotros), y que lo hace con una dedicación exquisita, es decir, cuida hasta el detalle más minio para que lo humano no desaparezca en cada una de sus intervenciones. Dios habla al corazón del hombre (profetas, reyes, jueces, salmistas…), pero sin interrumpir su condición humana. Incluso, cuando se producen los grandes pecados de aquellos que presumían ser amigos de Dios (es elocuente el ejemplo del rey David), además de humillarlos, no por venganza, sino para que tengan un conocimiento más certero de sí mismos, es capaz de mostrar su misericordia de una manera tan admirable, que casi nos hace llorar de emoción.
“Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?”. Sin embargo, la manera más espléndida que ha tenido Dios para dirigirnos la palabra, ha sido a través de su Hijo. A la manera de los profetas perseguidos, el Señor también se encuentra con la incompresión y con la dureza de corazón de sus contemporáneos. Pero no se arredra ante las dificultades. A pesar de no querer escucharle, Él manifiesta su divinidad con sus palabras, con sus milagros y, sobre todo, con su perdón. Nadie fue antes capaz de hacer semejante cosa, porque era un derecho exclusivo de Dios, pero Jesucristo, el Ungido, el Mesías, el Hijo de Dios vivo, de la misma manera que no se avergüenza de asumir nuestra propia condición humana, tampoco huye de su condición divina, sino que por sus palabras conocemos la Palabra de Dios.
“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. El testimonio de Cristo es inequívoco, y no acepta las medias tintas. O somos, o no somos… no son posibles los equilibrios circenses, ni siquiera una supuesta prórroga esperando tiempos mejores. Cristo sale a nuestro encuentro, aquí y ahora, y espera una respuesta por nuestra parte. La Virgen sí que la dio, y de Ella hemos de aprender una vez más: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.