Hechos de los apóstoles 4,1-12; Sal 117, 1-2 y 4. 22-24. 25-27a; san Juan 21,1-14
Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar.» Ellos contestan: «Vamos también
nosotros contigo»… No sé, no sé… Ese «me voy a pescar» no suena como los de antes,
cuando el joven Simón, un pescador que aún no había conocido a Cristo, terminaba
deprisa la comida para preparar ilusionado las redes antes de una noche de pesca. Esta
vez, «me voy a pescar» suena a aburrimiento. He imaginado a los apóstoles segundos
antes de la escena que nos narra Juan: sentados en corro, cariacontecidos, mirándose
unos a otros con tristeza y sin saber muy bien qué hacer. Hacía días de aquel glorioso
domingo, y Jesús no había vuelto a dar señales de Vida. Ellos habían subido a Galilea,
pero Jesús no parecía estar allí. Cansado de esperar, Simón se levanta, arranca de sus
dientes la espiga que mordisqueaba con nerviosismo y aburrimiento, y avanza
lentamente hacia la barca. Los demás se miran, se encogen de hombros, y como
diciendo sin decir «¡Qué le vamos a hacer!» se ponen en pie y le siguen…
¡Qué noche más aburrida! Por no animarse, no se animaron ni los peces, que
debieron quedarse durmiendo en el fondo del lago… ¡Qué difícil resultaba mantener los
ojos abiertos! ¿Pero qué les sucede a esos pescadores que parecen cadáveres flotantes?
¿Dónde han quedado los chistes y las canciones con que, hace años, solían mantenerse
en guardia durante las noches de pesca? Nos bastará con esperar unas líneas para
averiguar la causa de este funeral marino.
«Estaba ya amaneciendo… «Muchachos, ¿tenéis pescado?»… «No»». Monosílabo
aburrido, distinto de aquel «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos
pescado nada» de Lc 5, 5. Pero no hay ganas de hablar… «Echad la red a la derecha de
la barca y encontraréis». De repente, los peces se despiertan y asaltan las redes (el
hombre, como siempre, fue el último en enterarse). Brillan los ojos de Juan: «¡Es el
Señor!». Y Pedro, que estaba en pijama, se viste a toda prisa y salta al agua… De nuevo
hay vida, de nuevo hay ilusión, de nuevo vibra el Colegio Apostólico… ¡El Señor!
Ahora ya sabes lo que sucedía. Mientras uno no ha conocido al Señor, todavía puede
ilusionarse con las cosas de este mundo. Pero, cuando el alma ha gustado las mieles del
Amor de Dios, todo de repente sabe a poco. Lo dulce se vuelve amargo si no está
Cristo; lo fácil se vuelve difícil si no está Cristo; la cuesta abajo se vuelve cuesta arriba
si no está Cristo… Y uno no quisiera ni respirar si no escucha a su lado el aliento de
Jesús. Conozco eso. A los apóstoles la pesca ya no les decía nada sin Cristo. Era urgente
que llegase el Espíritu para que llenase de Dios todas las cosas y las volviera a hacer
capaces de ilusionar a los hombres.
Señor, si Tú faltases, ¿sería yo capaz de estar despierto pasada la medianoche
escribiendo estas líneas? Pero, si Tú faltases, ¿acaso podría conciliar el sueño? ¡Virgen
María! ¡Que nunca me falte Jesús! ¡Que nunca le falte yo a Él!