Hechos de los apóstoles 4, 8-12; Sal 117, 1 y 8-9. 21-23. 26 y 28-29 ; san Juan 3, 1-2; san Juan 10,11-18

Al leer el evangelio de hoy espontáneamente nos vienen a la memoria las palabras que dijo Benedicto XVI en la homilía inaugural de su pontificado: “rezad para que no tenga miedo de los lobos”. El Papa, consciente de la fragilidad de todo hombre, de ese misterio expresado bellamente por san Pablo, “llevamos tesoros en vasijas de barro”, nos pide que oremos por su fidelidad. La llamada del Papa nos enseña a entender el Evangelio de hoy: ¡Cuántos pastores no se habrán convertido en mercenarios1¡Qué responsabilidad no tendremos nosotros por no haberlos acompañado con la oración y con el apoyo humano! Hay muchos lobos y no poco peligrosos.

Es verdad que algunos igual sólo son asalariados. Pero ciertamente no faltan los buenos pastores que luchan por ser fieles a la misión recibida. El Buen Pastor es Jesucristo. Sólo Él es fiel hasta el final y por su sacrificio de la cruz ha ganado muchas ovejas para el rebaño que ha de descansar en los prados de la eternidad. Pero Él quiere que haya otros buenos pastores que, unidos a Él, cuiden de su pueblo. Fácilmente podemos hacer memoria de algunos santos, como Gregorio VII, que luchó por la libertad de la Iglesia; Tomás Bécket, que murió asesinado en su catedral por defender los intereses de Jesús; san Francisco Javier, desgastado en el lejano Oriente por la predicación y la administración de los sacramentos; Cirilo y Metodio, que evangelizaron los países eslavos… Son muchos a lo largo de la historia que testimonian cómo Jesús, el Buen Pastor, sigue cuidando de nosotros. Igualmente, cada uno, podemos recordar a aquellos que nos acompañaron en el camino de la fe y gracias a ellos hoy somos cristianos. Sí, Jesús está junto a nosotros y guía a su Iglesia.

Esa es la verdad que Pedro anuncia en la primera lectura de hoy. Han curado a un paralítico y todos se preguntan cómo han sido capaces. La respuesta del apóstol es clara: “ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos”. Si siguen sucediendo cosas en la Iglesia es porque el Señor está presente. Y lo reconocemos porque actúa. Suceden cosas que desbordan nuestra capacidad y que evidencian que hay Alguien. No hay proporción entre lo que vive la Iglesia y lo que aparece ante nuestros ojos. Hay Otro que hace posible ese milagro diario.

Esta es una de las consecuencias de la resurrección: Jesús ha resucitado y vive para siempre. En su vivir acompaña a la Iglesia y la pastorea. Para ello se sirve de otros pastores que asocia a su misión. Ellos han de ser pastores según el corazón de Jesús y nosotros debemos pedir para que así sea. Otra de las consecuencias es la que señala san Juan en la segunda lectura de este día: somos hijos de Dios. Jesús, al resucitar, no sólo rompe las cadenas de la muerte que aprisionaban nuestra vida humana. Hace algo más, derrama la vida divina sobre los hombres. Podía liberarnos del pecado y sería suficiente para mostrar su misericordia. Pero ha ido más allá y nos ha comunicado su propia vida. Como indica el Apóstol ahora aún no se nos manifiesta totalmente, pero ya está. En el cielo lo comprenderemos totalmente. El Dios que se ha hecho hombre quiere pastorear a hombres divinizados.