Hechos de los apóstoles 13, 13-25 ; Sal 88, 2-3. 21-22. 25 y 27 ; san Juan 13, 16-20
Sorprende, cuando uno va a la Ciudad Eterna, ver grabada en la fachada del Vaticano una inscripción que recuerda que la Basílica fue terminada por Pablo V de la familia de los Burghesi. A pesar de que las letras han vencido al tiempo, uno no pude menos que sonreírse al leer esa inscripción. El deseo de perdurar en las obras es una tentación frecuente en todos nosotros, y también en los discípulos del Señor.
El Evangelio de hoy, que se sitúa justo después del lavatorio de los pies, es una llamada de Cristo a la humildad. Jesús dice: “El criado no es más que su amo, ni el enviado es más que quien lo envía”. Jesús ha salvado a los hombres mediante su propia humillación, y a pesar de que ahora está sentado a la derecha del Padre, la Iglesia sabe que sólo puede continuar la obra de Cristo por la senda humilde que Él ha trazado. La humildad no es la virtud más importante, pero sí es el fundamento de otras virtudes. Descubrir esa verdad es un tesoro. Por eso, dice Jesús: “Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Dicho a la pata llana, sólo pueden ser felices los verdaderamente humildes.
Los primeros monjes del desierto, luchaban por conseguir esta virtud. Ayunaban, oraban… Pero lo que verdaderamente les preocupaba es que, en la soledad del desierto, y en la más radical de las pobrezas, podían ser vencidos por la soberbia. De hecho, en muchos tratados antiguos, incluso hasta San Bernardo, se llegaron a ponderar hasta ocho grados de humildad. Aunque hace bajada, parece que nos cuesta descender los escalones.
¿Cuántas obras no se han destruido, porque hemos querido poner en ellas nuestra firma? El afán de protagonismo, el apostolado, acaba por ningunear a Cristo. Torras y Bages, que fue obispo a principios del siglo XX, decía que Jesús se había hecho tan pequeño, que sólo los pequeños podían reconocerlo. Si es verdad que Dios deja un gran protagonismo al hombre, no lo es menos que el cristiano, que no cede la primacía a Cristo, acaba difuminándose.
El final del Evangelio de hoy, indica el doble sentido de la humildad. Por eso dice Jesús: “Os lo aseguro: el que recibe a mi enviado, me recibe a mí”. Si hay que ser humilde para llevar a Cristo, también se precisa de una gran humildad para reconocerlo. Siempre me ha emocionado ver cómo la gente se arrodilla ante el santísimo, o la devoción con que algunos sacerdotes llevan la comunión a los enfermos. Es un signo de que reconocen la grandeza del Dios que se ha hecho pequeño. Tengo la convicción de que la Hostia es tan minúscula, porque Dios quiere darnos a entender que, sólo desde la pequeñez, podemos llegar a ser verdaderamente grandes.
La humildad es la capacidad de llegar a ser grande, pero reconociendo el don de la gracia. Sólo lo humilde, verdaderamente espera, y por eso le puede ser dado. Miremos a la Virgen, la esclava del Señor que, desde su humildad nos ganó para todos la mansedumbre del Hijo de Dios.