Hechos de los apóstoles 13, 44-52; Sal 97, 1-2ab. 2cd. 3ab. 3cd-4; san Juan 14, 7-14
«Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis»… «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?». Cada vez que, en la Sagrada Escritura, aparece el verbo «conocer», la Biblia tiembla. En sus páginas, esta
palabra no sabe ceñirse al frío significado que le sirve de asiento en las del diccionario: «Averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas». En la Escritura, sin embargo, el verbo abrasa: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió» (Gén 4, 1)… «¿Cómo será esto, si no conozco varón?»(Lc 1, 34). «Conocer», en la Biblia, no se conforma con la satisfacción de una curiosidad intelectual; «conocer» significa, en sus páginas, crear vínculos fructíferos de amor con aquél a quien se contempla. Adán tuvo noticia de Eva desde que se abrieron sus ojos tras el primer sueño; pero, más adelante, la «conoció», y Eva quedó fecundada. María tenía noticia de cientos de hombres, habitantes de su pueblo y miembros de su familia; pero se había comprometido en la presencia de Dios a no «conocer» a ninguno, porque sentía que su fecundidad sólo a Dios debía pertenecer. Cuando el salmo 138, en su primer versículo, dice: «Señor, Tú me sondeas y me conoces», no hace referencia a la omnisciencia de un Dios que todo lo sabe, sino que descansa gozosamente en un Señor que, al recorrer con su mirada las entrañas del hombre, lo acaricia y lo santifica. En ese sentido fuerte en que se emplea en la Biblia, todos necesitamos ser conocidos. Es una necesidad urgente y vital, porque el hombre que no es conocido está profundamente solo. Y, en este sentido, también nosotros podemos tirar el diccionario por la ventana: existen personas de quienes se sabe casi todo, y que, sin embargo, no son conocidas por nadie. Su vida circula de boca en boca entre chismorreos y oídos curiosos como aves de carroña… Pero están solos, porque nadie los conoce. El que alguien tenga en su despacho una ficha con mis datos no mengua mi soledad; peor aún, la agrava, porque nada más solitario en este mundo que una ficha. Pero si una voz cálida, de amigo, me pregunta «¿cómo estás?», un fuego -un hogar- se enciende en mi alma.
Cuando el Señor se queja de que los hombres no lo conocemos, no está reclamando más teólogos… Está buscando amantes, almas que abran el evangelio con hambre, labios que se humedezcan de gozo al pronunciar el nombre de Jesús, ojos que se empañen emocionados al leer la Escritura… Y también teólogos, pero teólogos para quienes la Teología sea la gran aventura amorosa de su vida. Conocer a Jesús y conocer a María es vivir con el corazón al rojo vivo. Pero, más aún, saberse conocido por los ojos de Jesús y de María… Eso es vivir en paz.