Hechos de los apóstoles 18, 9-18; Sal 46, 2-3, 4-5. 6-7; san Juan 16, 20-23a
A mi hermana le quedan unos pocos meses para dar a luz. El niño vendrá cuando venga, pero seguro que coincide cuando estén en plena mudanza. Entre cajas, nervios, cosas mal empaquetadas y una barriga enorme, se le ocurrirá venir al mundo. Desde luego por eso no se le ocurre echar la culpa al niño, ni pensar qué mala suerte tiene. Está feliz de que venga cuando venga, aunque no sea el momento ideal. Tampoco asusta a las mujeres los dolores del parto. Cuando las ves al poco de tener a su hijo dicen: “El próximo adoptado,” pero en unas pocas horas se han olvidado completamente de los malos ratos.
“La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.” Jesús usa ejemplos bien conocidos. El parto siempre ha sido doloroso, y más en esa época en que no existía ni ginecólogo, ni epidural, ni ejercicios respiratorios pre-parto, con una buena comadrona te bastaba. Si ayer reflexionábamos sobre la responsabilidad de cuidar la fe, hoy fijamos nuestra mirada en la responsabilidad de transmitirla. Cuando el Señor mandó a sus apóstoles que fueran al mundo entero a proclamar el Evangelio no les prometió que sería una tarea fácil. Esa misma dificultad sigue existiendo hoy. Anunciar el Evangelio nos pone en situaciones embarazosas, complicadas y nos pueden conducir a cierta sensación de tristeza o de fracaso. Contrasta el comienzo de la Pascua cuando escuchábamos tantas veces el “alegraos,” con estas palabras de estos días: “Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes.” Nos ocurre que constatar que la Palabra de Dios no cunde, que hay personas que la rechazan, nos llena de tristeza no por nosotros, sino por ellos. También podemos pensar (eso es fruto del orgullo), que no estamos dando los frutos que Dios quiere, que lo hacemos mal. Eso, como os decía, es fruto del orgullo. Dios no nos pide una cuenta de resultados, pide que hagamos lo que él quiere: “No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo.” Y Pablo siguió hablando y predicando, aunque al final se abalancen en masa contra él.
Nuestra responsabilidad es predicar, con nuestras palabras y nuestra vida. El fruto se lo dejamos al Espíritu Santo. Piensa cuántos santos han muerto sin ver ningún fruto de su vida, cuántos fundadores han visto como en vida se hundía la obra que habían comenzado. Pensarían que habían tenido un aborto, que no era eso lo que Dios quería. Pero la Iglesia los reconoce como santos pues siempre hicieron lo que Dios les estaba pidiendo, aunque a veces no lo entendieran del todo.
El hombre más feliz de la tierra no conoce sino una pequeña sombra de la alegría a la que estamos llamados. Cuando veamos a Cristo cara a cara, a la Virgen y a los santos, entonces se alegrará realmente nuestro corazón y no preguntaremos nada, pues lo entenderemos todo.
Pon en manos de la Virgen tus apostolados, tus éxitos y tus aparentes fracasos. Verás como encuentra descanso tu corazón.