Éxodo 23, 20-23a; Sal 90, 1-2. 3-4. 5-6. 10-11 ; san Mateo 18, 1-5- 10
«Ángel de la guarda / dulce compañía / no me dejes solo / ni de noche ni de día / No me desampares / que me perdería». Muchos españolitos que, después de doce años, aún no saben rezar la traducción moderna del Padrenuestro, son capaces de repetir esta oración sin trabarse en una sola sílaba. Todos la hemos aprendido de pequeños, de labios de nuestros padres o abuelos, y algunos continuamos rezándola cada noche sumergidos en un gozoso recogimiento infantil.
Ese ángel que, por designio expreso de Dios, nos acompaña a cada uno de la mañana a la noche, y que vela nuestro sueño mientras dormimos, trae hasta nosotros la noticia de una Providencia muy especial de Dios. Me gusta llamarla la «Providencia doméstica»: no se refiere a los grandes sucesos, en los que nuestra vida entera entra en juego, por más que nada de lo nuestro le es ajeno a nuestro ángel. Pero a él acudimos algunos cada noche pidiendo favores tan decisivos como el que no se nos peguen las sábanas por la mañana, o que traiga hasta nosotros la bendición de Dios sobre nuestro descanso. Le encargamos encontrar la agenda que se nos ha perdido o ayudarnos a no perder el autobús. Yo he puesto en sus manos tareas tan trascendentes como la de encontrar aparcamiento en el centro de Madrid. Me gusta «chantajearle» dándole siempre las gracias por anticipado: «¡Qué bueno eres! ¡Seguro que ya tienes una plaza reservada para mí al ladito del sitio adonde voy!
¡Venga, dime donde está y aparcamos!»… Creedme que no me falla, salvo muy raras veces.
Pero esas «raras veces» ya sabía yo que era mejor regalo, para ese día, algo que ofrecer. Entonces, mi ángel me regala un crucifijo más hermoso que el aparcamiento privado del Alcalde.
Desde hace tiempo, he descubierto algo muy grande que mi ángel puede hacer por mí: como espíritu angélico, es su principal misión alabar a Dios, y, puesto que contempla cara a cara el rostro del Altísimo, y no hay pecado en él, su alabanza es muy superior a la mía.
Por eso le pido, muchas veces, que alabe al Señor en mi nombre. Sé que lo hace. También sé que está muy cerca de la Virgen María, Reina de los ángeles, y por eso le pido muchas veces que bese por mí a mi Madre del Cielo. Sin embargo, en esto último tengo mis reservas; no sé cómo besarán los ángeles, pero, desde luego, labios de carne no tienen, mientras que las mejillas de la Señora son rosadas. Entre tanto yo no pueda hacerlo, lo del ángel me vale, pero a la Virgen la besaré mejor yo.