01/03/2007, Jueves de la 1ª semana de Cuaresma
Ester 14, 1. 3-5. 12-14, Sal 137, 1-2a. 2bc y 3. 7c-8, san Mateo 7, 7-12

Nuestro examen de conciencia alcanza hoy un punto especialmente delicado, porque nos conduce al centro mismo de nuestra fe. Podríamos sintetizarlo en una sola pregunta: «¿cuánto he apostado yo por Jesucristo?»; es decir: «si Jesucristo me fallara, ¿qué me quedaría?»

Cuando la Reina Ester dirige su oración a Dios, por dos veces emplea un argumento maravilloso: «no tengo otro defensor que tú»… «no tengo otro auxilio»… En definitiva: «Señor, si tú me fallas, a mí ya no me queda nada, porque cuanto tenía lo he apostado por ti». Dios, que ama entrañablemente al hombre, jamás se resiste a este «chantaje emocional». Pero ¿cuántos de nosotros podemos poner en nuestros labios las palabras de la Reina Ester?

Estamos en la civilización de las seguridades, y vivimos rodeados de campañas preventivas: conducción segura, alimentación segura, seguros de vida, seguros de muerte, seguros de accidente, «sexo seguro»… A juego con nuestro estilo de vida burgués, hemos inventado una fe con «airbag de serie»: «crea usted, y practique su religión, pero no sea tan radical; guárdese algo por si su dios le falla». Cuando a un matrimonio que, por determinadas circunstancias, no debe tener más hijos, se les invita a emplear los métodos naturales, la respuesta suele ser: «¡Oiga, eso no es seguro!»…

Pero, ¿acaso fue «segura» la Encarnación? Cuando el Hijo de Dios vino a la tierra, tengo para mí que se lanzó sin paracaídas: llegó arriesgándose a que le matáramos… y perdió la apuesta (para que ganásemos nosotros). Por ese Dios que me ama de tal forma, ¿no querré yo correr algún riesgo? ¿no estaré dispuesto a arriesgarlo absolutamente todo?

Vivimos rodeados de «compensaciones» materiales, que siempre están a mano en caso de «decepción religiosa». Y, así, si Cristo nos fallara, perderíamos, es cierto, la esperanza de la Vida eterna… Pero eso queda lejos. Al menos, en este mundo aún tendríamos nuestros «consuelos»: los amigos, la comida, el cine, el fútbol, la bebida, la música, la familia, el trabajo, nuestro «tiempo libre»… Sí; si Dios me fallara, creo que aún podría pasarlo bien.

Supón por un momento que, de tal manera vivieras tu fe, que toda tu vida estuviera apoyada sobre Cristo; supón que hubieras dejado entrar a Dios en ella hasta tal punto, que nada de lo que haces tuviera sentido sin Él, porque toda tu existencia fuera oración y acción de gracias; supón que, no estando en gracia de Dios, nada de este mundo fuera capaz de alegrarte y te sintieras perdido y desolado; supón que nada quisieras hacer sin

Cristo, y todo te pareciera, sin Él, oscuridad y hastío… Entonces podrías hacer la oración de la Reina Ester; entonces serías como la Santísima Virgen, cuya vida es impensable sin Jesús… ¿lo es la tuya?