03/03/2007, Sábado de la 1ª semana de Cuaresma
Deuteronomio 26, 16-19, Sal 118, 1-2. 4-5. 7-8 , san Mateo 5, 43-48

Ha sido el tema de conversación de ayer, y me imagino que de muchos más días. La gente tiene todo tipo de soluciones “imaginativas” de lo que hubieran hecho con el terrorista, y ninguna coincide con la decisión del gobierno. Siempre es bueno discrepar en algunas cosas. Algo que me llamó la atención en un debate en televisión es lo que dijeron algunas de las víctimas, afirmando que el gobierno había conculcado su derecho a perdonar a los terroristas. Eso me hizo reflexionar y me ha ayudado a escribir el comentario sobre el Evangelio de hoy.

“Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.” Los mandatos del Señor no son caprichosos, según el día que tenga. Los mandamientos de Dios podríamos decir que perfeccionan la condición humana herida por el pecado. Me explico: las virtudes (no sólo evitar el pecado), no son un “plus” que añadimos a nuestra naturaleza, como si nos cargasen encima un macuto lleno de piedras que tenemos que cargar en esta vida para poder descansar en la eterna. El hombre sincero no es que sea más bueno que otro, pero, en cierta manera, es más humano que el mentiroso. La castidad, según el estado de vida de cada uno, no es una renuncia sino que nos humaniza. Así las virtudes mejoran nuestro ser personas y nos hacen más perfectos “como vuestro Padre celestial es perfecto.”

Si hay una virtud importante, aunque todas lo son, es la misericordia. Por eso el Señor nos puede “mandar” perdonar e incluso amar a los enemigos. Por supuesto el amor no se puede fingir, eso sería una farsa y nos llevaría al cinismo. Pero el hombre y la mujer que no aman se deshumanizan. Cuando ahora se habla del amor como exclusivamente de un sentimiento se está desvirtuando el amor y, por lo tanto, la capacidad del hombre de realizarse en plenitud. El Señor nos viene a decir que el hombre para ser hombre tiene que amar, y el amor es incompatible con el odio y los resentimientos. Por eso el amor pleno ama incluso a los que se consideran nuestros enemigos, como el amor de Cristo en la cruz.

Pero si el amor es un deber de la persona, también es un derecho. Nadie puede imponerme el amar o perdonar a otro, ni puede ofrecer mi perdón si no lo doy yo. El amor y el perdón son gratuitos y, como las muestras de colonia, no pueden ser “vendidas” por otro en mi nombre. Por lo tanto cada uno tenemos el derecho de que nos dejen perdonar. Esa frase que tanto usan los padres con los hijos “bueno, bueno, aquí no ha pasado nada” está bien para usarla con niños. Pero lo cierto es que sí ha pasado y mi perdón tiene que asumir ese acto y cubrirlo con la misericordia. Cuanto más grande es la ofensa más cuesta perdonar, pero a la vez es un acto que demuestra nuestra grandeza de espíritu y la sintonía de nuestro corazón con el querer de Dios. Por lo tanto si me privan de mi derecho a perdonar me están privando de un derecho de mi humanidad y, para los creyentes, de poner en práctica, con mis obras, mi fe.

Hoy creo que me ha salido esto un poco complicado, será porque mañana me voy de ejercicios espirituales y ya estoy más allá que acá. Me voy al Vía Crucis a acompañar a nuestra Madre la Virgen en el camino de la cruz del Señor y seguro que con menos palabras me lo deja más claro.