11/03/2007, Domingo de la 3ª semana de Cuaresma
Éxodo 3, 1-8a. 13-15, Sal 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11, Corintios 10, 1-6. 10-12, san Lucas 13, 1-9

Moisés había huido de Egipto por miedo a que lo detuvieran. Había asesinado a un soldado egipcio. En el desierto se dedicó a pastorear los rebaños de su suegro. Era una ocupación digna y útil, pero el Señor lo quería para otra cosa. Así que Dios se le revela. Lo primero que sorprende de este relato es la admiración de Moisés. Ve una zarza ardiendo que no se consume y en vez de darle la espalda se acerca para comprobar que pasa. Sus ocupaciones no le impiden admirarse de lo que sucede a su alrededor. Al contrario, en todo lo que hace está abierto a reconocer a Dios. Decimos que Dios está en todas partes y, como santa Teresa, que también anda entre los pucheros. Pero si nuestra ocupación nos absorbe, entonces lo más importante puede pasarnos desapercibido. Sucede como a aquel hombre serio que aparece en El Principito. Estaba totalmente enfrascado en sus cuentas contando las estrellas del Universo, porque pensaba que eran suyas, pero no contemplaba ninguna de ellas. Cualquier trabajo bien hecho nos abre al diálogo con Dios. Cualquier vida no cerrada en sí misma, y podemos hacerlo de muchas maneras, propicia un encuentro con nuestro Creador.

De la admiración pasa Moisés a la adoración. Por eso se descalza. Descubre que está ante Dios en un lugar sagrado. No es suficiente con tener presente a Dios y darse cuenta de que está ahí. Llega un momento en que es necesario colocarse ante Él, como la criatura ante su Creador, el que sirve ante su Señor. Y entonces actúa la condescendencia divina. Esa misma que descubrimos en el Evangelio de hoy. Y allí se produce el diálogo en el que toda nuestra realidad queda iluminada y vemos que no es sólo nuestro mundo y nuestra vida, sino que Dios está profundamente implicado con todo lo que nos sucede. Nada para Él es irrelevante. No es indiferente a nuestro sufrimiento. Si nos colocáramos más en su presencia desaparecerían esas tentaciones que nos llevan a pensar que a Dios no le importa el dolor del hombre. Por eso le dice Dios a Moisés que ha visto la opresión que sufre su pueblo y que va a liberarlo. Junto con esa revelación le hace dos más. Por una parte le descubre su vocación a Moisés. Está muy bien que cuide ovejas, pero su presencia en el mundo responde a un designio divino que ahora se le da a conocer. Por otra parte Dios le revela su nombre: “Soy el que soy”. Al margen del sentido metafísico que se le ha dado a estas palabras y de las explicaciones de los exegetas a mí me parece una cosa: Dios se da a conocer como el que siempre puede ser mejor conocido. Nadie lo agota con su pensamiento ni puede dejarlo de lado porque ya lo sabe todo sobre Él.

Este episodio de la historia de la salvación es muy instructivo para la Cuaresma. Cuando compaginamos nuestra vida cotidiana con el desierto; es decir, cuando nuestra vida es ocasión para que Dios se manifieste, se redimensiona todo lo que hacemos. No es lo mismo trabajar por un salario que hacerlo por Dios. Lo uno no excluye lo otro, pero le da su significado último. Al mismo tiempo nos enseña a integrar lo que sucede en la historia, y en nuestro ambiente más cercano, con nuestra propia misión y con el querer de Dios, que nunca es lejano. La parábola del Evangelio muestra bien como su misericordia va más allá de lo que nos es permitido esperar.