05/05/2007, Sábado de la 4ª semana de Pascua.
Hechos de los apóstoles 13, 44-52, Sal 97, 1-2ab. 2cd-3ab. 3cd-4 , san Juan 14,7-14
«Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores». Le he dado muchas vueltas a esta frase del santo evangelio. No tengo la menor duda de que en ella, como en el final del evangelio de Marcos, se nos otorga a quienes creemos en Cristo el poder de hacer cualquier milagro: curaciones de enfermos, sanaciones interiores, resurrecciones de muertos… También sé que si esos milagros no son, hoy día habituales, se debe a dos motivos: el primero es que no tenemos fe; somos demasiado racionalistas, y preferimos no pensar demasiado en lo extraordinario. El segundo motivo es que el poder que Cristo nos ha dado no es el de una caprichosa «varita mágica»; esos milagros tienen que partir del propio Señor, y no del antojo humano. Deben estar hechos, por tanto, en obediencia a una moción del Espíritu… Y me temo que son pocos quienes reconocen en su alma ese tipo de mociones; hasta tal punto hemos perdido la sensibilidad. Pero existir, existen; los milagros existen y yo los he visto.
Con todo, sé que el milagro «material» se presta mucho al espectáculo y no siempre, por desgracia, mueve a la fe a cuantos lo presencian o se benefician de él. Quienes vieron resucitar a Lázaro decidieron matarle a él junto con Jesús. Un prestigioso médico, durante los días de la conmoción en Lourdes, prometió convertirse si presenciaba un milagro de Nuestra Señora. Lo presenció, lo certificó… Y siguió siendo el incrédulo de siempre durante decenas de años. Yo vi casi resucitar de la muerte, en un hospital, a un joven de doce años desahuciado por los médicos; ni sus familiares ni él mismo se convirtieron.
Por eso, porque conozco las limitaciones de lo material, milagros incluidos, me he fijado siempre en la segunda parte de la frase del Señor: «y aún mayores». Esas obras, mayores que los milagros materiales realizados por Jesús, mayores incluso que la resurrección de Lázaro, y cuya realización se nos ha prometido por el mismo Señor, son los milagros morales, la conversión de los pecadores. No dudes, ni por un instante, que es más difícil, y más milagroso, convertir a un pecador obstinado que resucitar a un muerto. Al fin y al cabo, la naturaleza no opone resistencia al poder de Dios; la libertad humana, sí. El milagro de la resurrección de un muerto se realiza en un momento intenso de oración; la conversión de un pecador puede llevar años y años de oración diaria, de mortificaciones y penitencias continuas, de lágrimas y de noches de vela delante del Sagrario… Las almas son muy caras, muy caras. En ocasiones -no te me asustes, que no digo nada raro- es necesaria la propia entrega de la vida hasta el final, y sólo tras la muerte de quien ora recibe el pecador la gracia necesaria para convertirse.
Por eso no debemos perder nunca la esperanza. Más aún, si nos ha sido dado tal poder, ¿por qué escatimar? ¿Por qué no pedir, por intercesión de la Virgen María, la conversión de todos los pecadores, la redención de todas las almas?