09/05/2007, Miércoles de la 5ª semana de Pascua.
Hechos de los apóstoles 15, 1-6, Sal 121, 1-2. 4-5, san Juan 15, 1-8
«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo»… Luego existe una «paz según el mundo», y existe una «paz según Dios».
La «paz según el mundo» es una forma de ausencia; no hay guerras, y hablamos de «paz internacional» (¡Ya nos gustaría!); no hay discusiones encendidas entre los gobernantes, y hablamos de «paz política»; no hay delitos ni asesinatos, y hablamos de un «país en paz», o una «ciudad pacífica»; no hay ruidos, y decimos: «¡qué paz se respira aquí!»; no tienes problemas, y estás contento porque llevas una temporadita «de paz»… Todos hemos dicho alguna vez: «¡Dejadme en paz!»; es decir: «¡marchaos, dejad de molestarme! ¡Quiero estar solo!»… La «paz según el mundo» se parece mucho a la paz de los cementerios, y uno, en ocasiones, llega a temer que cuando de un difunto se dice «descanse en paz», lo digan algunos pensando: «se acabaron sus problemas». Pero, salvo en el caso de los muertos, la paz del mundo es una paz frágil: basta un dolor de muelas para acabar con ella. No nos hagamos ilusiones: la frase de Jesús, que te he copiado al inicio de este comentario, no deja lugar a dudas: «no os la doy yo como la da el mundo».
Si alguno pensó que, al acercarse a Cristo, se iban a terminar sus problemas, mejor que se de cuenta de su error antes de que su fe se desplome; los santos, en esta vida, han tenido bastantes «problemas» y muy poca «paz». Por eso me entra miedo cada vez que alguien me dice: «Padre, vengo a la Iglesia porque aquí hay mucha paz». Temo que en realidad quiera decirme: «¡Qué bien estoy aquí, lejos de mi familia, lejos de mi trabajo, lejos de mis ocupaciones!»… Mal asunto.
La «paz según Dios», al contrario que la «paz según el mundo», es una presencia; una presencia inapelable, que lo llena todo, que todo lo envuelve y lo ilumina. Hablo de la presencia del Espíritu Santo, por la gracia, en el alma y en la vida del cristiano.
Cuando todas las puertas del hombre se han abierto al Amor de Dios, cada paso, cada respiración, cada momento de la existencia cobra un sentido nuevo y luminoso, y el cristiano puede sentirse amado y amar a divina escala aún estando en medio de los mayores sufrimientos, aún rodeado de infinidad de ocupaciones, aún asediado por multitud de problemas. Los santos han sufrido mucho, han trabajado mucho, han visto como su vida se complicaba terriblemente… Y nunca han perdido la paz, porque todo tenía sentido, porque todo era Dios y de Dios. Tal es la paz que nos promete Cristo.
Llamamos a María «Reina de la Paz» porque su rostro refleja la paz de Dios. Mírala a Ella, y aprende que, si ni siquiera al pie de la Cruz perdió la paz, es porque no cerró a Cristo ninguna puerta, porque se dejó «robar la vida». Y ahora, hermano mío, que te quejas de no tener paz, te toca a ti. Aclárate primero y decide cuál es la paz que deseas: ¿quieres que Cristo te dé la paz… o, en el fondo, te gustaría que Jesús «te dejara en paz»?