19/05/2007, Sábado de la 6ª semana de Pascua
Hechos de los apóstoles 18,23-28, Sa146,2-18-9.10, san Juan 16, 23b-28
Muchas veces buscamos incansablemente la felicidad. La gente hace las cosas más extrañas para intentar ser feliz. Se compran cosas, piden créditos, se embarcan en aventuras inciertas, ponen en juego su vida o la de los otros, buscan placeres externos o se encierran en sí mismos huyendo del mundanal ruido, para no llegar a ninguna parte. Parece que la felicidad es esquiva, siempre apetecemos más, queremos más, buscamos más. Lo que nos deja satisfechos parece que dura poco (más o menos el tiempo de una digestión), pero la infelicidad parece que se asienta cómodamente en nuestro corazón y, con una copa de Brandy en la mano y el mando a distancia en la otra, se prepara para pasar una larga temporada. Entonces buscamos la felicidad y damos vueltas y vueltas, intentando encontrarla.
“Yo os aseguro, si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa.” Cada día me convenzo más que la felicidad no hay que buscarla, no son unos pantalones en oferta que encontramos en un mercadillo. La felicidad hay que pedirla, y pedirla humildemente, a Dios nuestro Señor.
Hay que pedirla con humildad pues no sabemos qué es para nosotros la felicidad. Mucha gente le pide a Dios dinero, pensando que el dinero la hará feliz, otros le piden salud, estabilidad, trabajo…, pero pocos le piden ser feliz. Pedir la felicidad significa ponerse en manos de Dios que sabe lo que nos hace a cada uno feliz, y cooperar plenamente en el plan que Dios tenga para nosotros. Es decir: un joven puede buscar la felicidad en los amigos, en la novia o pensando en su futura familia. Ese sería su plan perfecto (otros se quedan en el sexo, tienen felicidad de media hora), y sería lícito que quiera pedir a Dios que le vaya bien con su novia, que encuentre trabajo, que consigan un piso, etc… e incluso pedir que sea feliz con su futura esposa. Pero hay estamos poniendo condiciones a la felicidad: Me tienes que dar felicidad y novia. Tal vez Dios le pida, para ser feliz, perfectamente feliz, que entregue su vida completamente en el sacerdocio o en la vida religiosa. También sirve para el seminarista que quiere ser feliz y algún día Obispo de alguna diócesis, pedirá al Señor ser feliz en su destino pastoral o entre sus compañeros, pero tal vez Dios le quiera feliz casado con Eulalia. A esto se le llama ponerse plenamente en manos de Dios, sin poner limitaciones a los planes que tenga sobre nosotros. También con una certeza, Dios no se desdice de sus acciones: al casado lo quiere casado y al célibe, célibe. La vocación, la llamada de Dios, que se confirma con el sacramento (sea el matrimonio o el orden sacerdotal), es irrevocable, a no ser que estemos engañando, y entonces nos concederá el don de ser plenamente felices en nuestra situación. Pero hay que pedir a Dios la felicidad, la que Él nos concede, la que Él quiere para nosotros, que es mucho mayor y auténtica de la que nosotros podamos fabricarnos.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.” Junto a María dejemos de dar vueltas buscando nuestra felicidad y pongámonos un rato de rodillas frente al Sagrario para pedirle a Jesús que nos conceda la felicidad. Funciona.