Is 4, 2-6; Sal 121; Mt 8, 5-11

 El Adviento es para los que tienen hambre. Los satisfechos ya no esperan nada; si les dices que viene el Señor, el anuncio les deja fríos. El fin del mundo tampoco les motiva demasiado… ¡Hombre, si les dijeras que será hoy a las diez menos cuarto, y te creyeran, se echarían a temblar! Pero este anuncio litúrgico, tan urgente y misterioso a la vez, sin día ni hora pero para «ya», no les dice nada.

 Isabel tiene diecisiete años, y ha conocido al Señor a la edad en que las jóvenes se enamoran. Está asistiendo a catequesis, y en enero recibirá los sacramentos de la Confirmación y la Eucaristía. Mientras me manifestaba los ardientes deseos que tiene de recibir a Jesús Sacramentado, se le llenaban los ojos de lágrimas… A duras penas contenía yo las mías, recordando el modo en que, esta mañana, un niño se había sacado de la boca la Sagrada Forma y había estado jugando con ella en presencia de unos padres impasibles; y otro joven había cogido el Cuerpo de Cristo con tal desgana que por dos veces lo tiró al suelo… Ya ves; Isabel hambrienta, y mis «niños de papá» satisfechos hasta la nausea.

 Muchos sienten remordimientos si faltan a misa un domingo; piensan -ellos, tan ricos- que le han negado algo a Dios -tan pobre, el Pobre-. Pero con remordimientos puede uno sobrevivir hasta el domingo siguiente. Si les invitas a acudir a misa a diario, te miran con extrañeza, como diciendo: «¿pero eso hace falta?». A otros les preguntas si han rezado, y se llevan las manos a la cabeza: «¡Anda, si se me ha olvidado!»… Comer no se les olvida. «Niños de papá».

 Y conozco a otros como Isabel. Un día sin misa les supone un hambre terrible y abrasadora. Recorrerían kilómetros por encontrar una iglesia abierta y poder comulgar.

 Para Isabel, para estas almas pobres y hambrientas, para los necesitados de Dios es el Adviento. Sólo para ellos la noticia: «¡Viene el Señor!» es un anuncio gozoso capaz de despertar el alma.

 Aquel centurión del evangelio tendría, quizá, mucho dinero; pero era pobre porque ni todo el oro del mundo podría curar a quien él amaba. Las palabras «Voy yo a curarlo» fueron las más alegres que escuchó en toda su vida. Y cuando, asombrado ante su fe, Jesús exclama: «Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos», está viendo a todo un ejército de pobres, leprosos y hambrientos que acuden a su encuentro con la urgencia de un hambre de siglos.

 Desengáñate. Sólo el Amor nos puede hacer así de pobres. Hay que ayunar, hay que desprenderse de consuelos, hay que mortificar los sentidos hasta que el hambre recupere a su Dueño, y su Dueño es Cristo. Recuerda las palabras de María: «A los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos». Tienes mucha suerte, Isabel. Que no te roben el hambre. Y que Dios nos la devuelva a nosotros. El tiempo vuela.