Is 35, 1-10; Sal 84; Lc 5, 17-26

  Tu vida -y la mía- han sido estériles. Hemos sufrido lo nuestro, y también hemos disfrutado mucho… Pero ahí termina todo. Moriremos, y, pasados los primeros veinte minutos, todo seguirá adelante como si tal cosa; como le sucede a una huella en la playa, el recuerdo durará hasta que la siguiente ola bese la tierra. Tenemos fe; rezamos, amamos a Cristo y lo invocamos… Pero también esa fe comienza y acaba en nosotros mismos; es un asidero que nos permite cruzar la vida sin hundirnos en el sinsentido de la muerte. Por lo demás, no hay frutos. ¡Cuántos años luchando contra los mismos pecados, acusándonos de las mismas faltas, entablando las mismas batallas sin vencer nunca! Es como si nos hubiéramos acostumbrado. En el fondo, nos da miedo luchar en serio. ¡Qué haríamos si, llegada la noche, hiciésemos nuestro examen de conciencia y nuestros pecados se hubieran ido! En lugar de examinarnos, «pasamos lista» (como se pasaba «retreta» en la mili) a nuestras faltas de siempre para comprobar que, una por una, siguen todas allí, y respiramos aliviados; si no estuvieran, las echaríamos de menos… ¿de qué íbamos a acusarnos? Hasta nuestras confesiones parecen la lección que un niño aprendió «de memorieta» y recita cada semana ante un maestro aburrido. «- ¡Padre, es que siempre me confieso de lo mismo! – No te preocupes, hijo; yo también». Una vida así sólo tiene un nombre: desierto, sequedal, páramo, erial, estepa (bueno, cinco nombres).

 Subió Elías al Monte Carmelo, y divisó una nubecilla, pequeña como el átomo y prometedora como la Palabra… Era María. Resuena hoy en la Iglesia la voz del profeta: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa»(…) «han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial»… Es todo un parte meteorológico, confirmado en el salmo: «El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto»… Y es la misma nube, María – ya encinta- quien hace sonreír al meteorólogo. Cantamos: «Rorate, Coeli, desuper, et nubes pluant Iustum»… Y lo cantamos mirando a la Madre de Dios, preñada de agua que hará fértil el campo.

 Date prisa; una tupida lona, llamada apatía, desánimo, indolencia, desaliento, rutina -¡como quieras!- está cubriendo tu vida; se acerca la lluvia y los prados de tu alma son impermeables como el cemento a causa de los agobios de este mundo. Si recibes así al Señor, caerá sobre tu corazón la gracia como el agua sobre el asfalto; tan sólo formará charcos sucios que estorbarán a quien los pise. Hay que roturar la tierra; hay que mortificar los sentidos y el corazón; hay que ayunar; hay que orar más, y con más frecuencia; hay que confesar y comulgar muchas veces, hasta que el terreno se vuelva poroso, hasta que el alma se ilusione con la santidad, hasta que el corazón se llene de dolor por los pecados y de hambre de Dios. La Virgen María está a punto de hacer caer sobre nosotros un buen chaparrón, y no nos puede coger desprevenidos… ¡Marana Tah!