Is 40, 1-11; Sal 95; Mt 18, 12-14
«Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre». Decir que una de las fuerzas más poderosas con que el ser humano cuenta es su cuerpo puede parecer trivial.
Pero, en el hombre, el cuerpo no despliega su mayor fuerza en el contacto, como sucede con los cuernos, garras, o dientes de los animales. Lo fascinante es la descomunal potencia que el cuerpo humano despliega con tan sólo ser mostrado. Al ser la obra visible más hermosa de Dios, hay en él un brillo poderosísimo, capaz de deslumbrar violentamente a sus semejantes. El pudor está tan inscrito en la naturaleza humana, que es la única forma que tenemos de defender a los demás del brillo de nuestro cuerpo.
Cuando una persona hermosa exhibe o insinúa impúdicamente sus miembros, violenta mi libertad del mismo modo que si un automóvil me deslumbrara con sus faros. No me deja más opción que cubrirme o ser devorado por una luz que yo no he elegido; pero en ningún caso puedo seguir adelante como si tal cosa. El cuerpo es un fascinante misterio.
Precisamente por eso, atisbamos la fealdad del pecado ante un cuerpo humano decrépito. Si en plenitud de brillo deslumbra, en su decrepitud es la más lastimosa de las imágenes; el paso de los años, la enfermedad, el pago de los excesos… convierten la obra maestra de Dios en el más triste espectáculo. Ante la contemplación de un cadáver, de un moribundo, de unos miembros llagados, o de los borbotones de sangre que manan de una herida, puede un hombre desmayarse o huir despavorido. Una voz le grita que aquello jamás debió ocurrir. La espantada de los Doce, cuando llegó el momento de encarar el Cuerpo Crucificado del Maestro (aquel Cuerpo definido por Isaías como uno «ante quien se vuelve el rostro»), fue una deserción… Pero la comprendo. No es fácil situarse ante un horror de semejante calibre. Muchos idiotas llenos de lujuria, que detestan el pudor en los cuerpos jóvenes, ocultan luego vergonzantemente sus arrugas con dinero sin reparar en que Narciso les ha vuelto recatados.
Hemos caído. El pecado dinamitó el puente de la eternidad, donde la belleza era serena y ningún brillo se apagaba, y nos arrojó a las encrespadas aguas de un tiempo que nos precipita en la muerte a marchas forzadas. El cuerpo está gritando que necesita urgentemente un salvador. Por eso, cuando escucho la parábola de la oveja perdida, y oigo a tantos distinguir entre hombre y hombre -tú perdido, yo encontrado-, me rebelo.
Creo que la oveja perdida es cada hijo de Adán, mientras las noventa y nueve son los ángeles fieles. Viendo Dios aquellos cuerpos humillados bajo el yugo de la muerte, no soportó más y, dejando atrás a sus ángeles, se precipitó con un Cuerpo Virgen en las aguas del dolor para sacar de allí a su oveja. Cuando grito «¡Ven, Señor Jesús!», lo grito con los labios, porque mi cuerpo está inmerso en una tragedia. Y, entre tanto llegas, Señor, te esperaré soñando con dos cuerpos: el tuyo y el de tu Madre, que gozan ya de la claridad serena y eterna que también a mi cuerpo le espera. ¡Ven, Señor Jesús!