Is 40, 25-31; Sal 102; Mt 11, 28-30

 «Quien anda en Amor, ni cansa, ni se cansa». Lo decía San Juan de la Cruz, y tenía, si no más razón que un santo, por lo menos tanta como un ídem. Yo, sin embargo, estoy cansado, y -peor aún- temo estar cansando a unos cuantos. No soy yo sólo. A mi alrededor, la gente está cansada. El fantasma del estrés, esa terrible enfermedad de nuestros días, vaga sobre las sombras de todos los mortales; me dicen que lo tienen hasta la gallinas (¡así salen los huevos, con tanta prisa que caducan antes de cascarlos!).

 Los abuelos tienen estrés porque sus hijos trabajan y deben pasar el día pendientes de los nietos; los trabajadores tienen estrés porque la empresa los exprime; las mamás tienen estrés porque no les llega el día para atender a los hijos, al trabajo, al marido y a la casa; el perro de mi prima tiene estrés y se mea en los rincones; los sacerdotes tenemos estrés porque nos queremos entregar a todo el mundo en todas partes y hemos olvidado que fuimos ordenados para entregarnos «por» todo el mundo en un sólo lugar: el altar… Lo peor no es que estemos cansados; lo peor es que nos estamos volviendo imbéciles… ¿Qué nos pasa?

 Je, je, je… Conforme escribo estas líneas, suena el teléfono móvil; una joven, con quien tengo cita esta tarde para dirección espiritual, me llama desde su puesto de trabajo. Está estresada: «- D. Fernando, esta tarde imposible; tengo que quedarme en la oficina». Saco la agenda, y me horrorizo, presa yo también del «giliestrés»: todos y cada uno de los minutos están ocupados hasta el lunes que viene. La he citado para entonces, y me he vuelto a sentar ante el ordenador. La cantidad de citas que he visto desfilar ante mis ojos en los segundos en que buscaba hueco para Francis me ha dejado giliestresado… «¿Seré imbécil?»

 «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». He roto la agenda (bueno, sólo figuradamente). Ya muchas veces había deseado estamparla contra la pared, pero ahora Dios me ha dado una agenda nueva y ha llenado todas sus hojas con una sola ocupación. Hemos roto con esa perniciosa costumbre de tener, cada día, 45 «cosas que hacer». Ahora, por la mañana, cuando al grito de «¿qué hay que hacer hoy?» abro la agenda, descubro que sólo tengo una ocupación: escuchar la Voluntad de Dios cada momento y cumplirla. ¡Nada más! Amar a Dios a cada instante. Sentarme en el confesonario, como ayer, pero, a partir de hoy, tan sólo para disfrutar contemplando cómo Dios salva las almas que trae ante mí y adivinando cómo salva a las que no vienen porque no les queda hueco en mi antigua agenda… Ah, y reírme mucho; reírme de mí, reírme del giliestrés, reírme de la estupidez humana que cansa y se cansa.

 «- Tenía miedo, Señor, de que, cuando llegases, me encontrases «demasiado ocupado». Ahora ya no tengo otra cosa que hacer sino esperarte. ¿De dónde has sacado esta agenda tan simpática? – Es la agenda de la Virgen María. – Me gusta. Me la quedo. ¡Marana Tah!».