Is 41, 13-20; Sal 144; Mt 11, 11-15
(Aquel hombre, que robaba todos los días sin el menor escrúpulo, unía a tan insana afición la de venir después a lamentarse: «¡Qué pecador soy! ¡Soy un gusanito, una oruguita, pero el Señor me ama!». Acto seguido volvía a robar, sin hacer el más mínimo esfuerzo por evitarlo, y, finalizado el robo, recuperaba su letanía: «¡Qué pecador soy! Soy un gusanito…» Harto de escuchar semejante monserga, le dije: «mira, hijo, tú no eres un gusanito; tú lo que eres es un cabrón».) Y, dicho esto, al grano: «Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista». Es el Señor quien lo dice. ¿Acaso no había nacido Él de mujer -¡Y qué mujer!-? ¿No era Él más grande que Juan?
La liturgia de hoy nos presenta dos órdenes. El primero es el del Antiguo Testamento, el del pecador que busca a Dios, y su camino está trazado en el primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas. Al pecador se le pide una grandeza, se le invita a «elevarse» para alcanzar a su Creador a través del ayuno, la oración y la limosna. En este orden -nos dirá el Señor- el más grande es Juan, y ninguno de nosotros -¡pecadores!- puede considerarse exento de buscar esa grandeza…
Sin embargo, todos los ayunos y penitencias no bastan; en su grandeza, Juan no es suficiente porque el hombre, con sus solas fuerzas, no puede tocar a Dios.
Entra en juego, entonces, el segundo orden, el del Reino, el de la gracia: es el del Amor de Dios, y, si para amar hay que hacerse grande, para dejarse amar es preciso hacerse niño. En el Reino, la pequeñez es grandeza. En este segundo orden se encuentra el «más pequeño en el Reino de los Cielos», Jesús hecho Niño por nosotros, a quien con tantas ansias ya esperamos. Él es el «gusanito de Jacob», la «oruga de Israel» de quien hoy habla Isaías, y a quien su Padre promete convertir en trillo de los montes (¡Él, y no mi amigo «Luis Candelas»!).
Ambos caminos se tocarán en Belén, en el Jordán, y en el Calvario. Pero para entrar en el segundo, hay que recorrer antes el primero. Sólo quien, durante el Adviento, se ha hecho grande, podrá en Navidad hacerse pequeño como para caber en el pesebre. Sólo quien ahora se hace violencia podrá luego sentir la caricia: «el Reino de los Cielos hace fuerza y los esforzados se apoderan de él».
No queramos subir los escalones de dos en dos; podríamos caernos, y hacer el ridículo delante de los ángeles. Ahora nos llama Juan, y debemos elevarnos con ayunos y oración como si de puntillas quisiéramos convertirnos en gigante que acariciase a Dios; mañana vendrá el Señor, Dios se agachará para recibir nuestras manos, y entonces Él nos acariciará a nosotros, nos introducirá en su pesebre y nos acunará entre las blancas manos de María… Y seremos pequeños, muy pequeños, gusanitos y oruguitas.
Pero cada cosa en su momento.