El Evangelio de hoy contiene profundas enseñanzas para todos nosotros si somos capaces de entender lo que en él está escondido. Juan el Bautista envía a sus discípulos a preguntar a Jesús si Él es el Mesías. Los Padres de la Iglesia coinciden en señalar que Juan ya lo sabía, y aluden al episodio del Jordán cuando lo señaló como Cordero de Dios. ¿Por qué los envía entonces? La predicación cristiana, cuando es verdadera, conduce siempre al encuentro personal con Jesucristo.

Siempre accedemos a la fe por mediación de otros. Hemos visto la fe de nuestros padres o alguien nos ha hablado de Jesucristo. Habitualmente, por la vida de esas personas, hemos intuido la verdad de lo que nos anuncian. Pero nada puede suplir el encuentro personal con el Señor y la pregunta de “¿eres tú el Mesías?”.
Jesús responde mostrando los hechos: “los ciegos ven y los inválidos andan”. Es decir, la respuesta la obtenemos viendo como nuestra vida cambia por el encuentro con Jesucristo. De ahí que afirmemos que verdaderamente es nuestro Salvador. No es una afirmación teórica sino la constatación de que la salvación se está realizando.

Esta es la respuesta que el Señor da a los que vienen enviados por Juan. Pero cuando se marchan se dirigen a los otros, es decir, a aquellos que no le han preguntado nada y es Él quien los interroga: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?”. Jesús les hace caer en la cuenta de que si habían ido al desierto, a escuchar a un personaje ciertamente extraño por su austeridad y sorprendente por sus palabras, era porque en él descubrían una verdad más profunda que la que se da en los palacios de los reyes. Es decir, lo que Juan anunciaba era más adecuado al hombre que lo más grande que puede ofrecer el mundo. De esa manera señalaba que, de vez en cuando caemos en la cuenta de que la verdadera felicidad no se encuentra en los bienes materiales ni en los honores sino en Dios. Pero no siempre somos fieles a esa percepción. Avanzamos un poco pero no somos capaces de dar el paso definitivo. Nos acercamos a personas tocadas por la mano de Dios, o aceptamos como buenas doctrinas emanadas del Evangelio, pero nos da miedo ponernos totalmente en manos del Señor.

Jesús, finalmente, al comparar a Juan con el más pequeño en el reino de los cielos lo que hace es indicarnos que la felicidad de Juan es la que se nos promete a cada uno de nosotros. Importante considerarlo en este tiempo de Adviento. Lo que Juan ha vislumbrado en esta vida y ya le ha sido concedido es poco comparado con lo que se nos promete para la vida eterna. De ahí la importancia de romper con todo lo que nos impide abandonarnos en Dios.

Ahora entendemos mejor la segunda lectura en la que el apóstol Santiago exhorta a la paciencia (que no tienen los que anteponen la molicie de los palacios a la felicidad austera del desierto) y a la magnanimidad. El cristianismo conlleva, pese a esperar en el retorno de Jesucristo, un gran compromiso. Así lo muestra la historia de la Iglesia. Precisamente la seguridad de que Jesús ya está con nosotros, y la fe en su promesa, nos lleva a hacer las cosas lo mejor posible. Es más, la historia es testigo de cómo el hacer de la Iglesia siempre tiene un plus, que es obra de la gracia.