La escena de hoy narra la visitación de María a su prima Isabel. Permanece con ella hasta el momento del parto, cuando nace Juan Bautista. La compañía de María contrasta con la soledad en que encontraremos a la Sagrada Familia en los próximos días. Estarán solos en el momento del nacimiento. Después vendrán algunos a visitarlos, pero no consta que nadie acompañara a María y José en los días anteriores al alumbramiento. Más bien parece lo contrario.
Así como Dios ama al hombre siempre y sin medida, el hombre debe aprender a amar a Dios en su cercanía. Estamos tan acostumbrados a imaginarlo lejano que no acabamos de saber como tratarlo en las distancias cortas. Dios, sin embargo sabe tratar al hombre. La Virgen se pone en camino participando ya del deseo de Jesús de salir al encuentro de todo hombre. La que ha sido saludada por el ángel saluda ahora a Isabel. Y, llevando ya en su seno al Salvador del mundo, provoca la alegría del Bautista. Juan reconoce a Jesús, y a través de él sabe Isabel que está ante la Madre de Dios.
La vida se despierta allí donde llega Jesucristo. Pero nos hemos de fijar también que allí Jesús se muestra a través de otras personas iniciando esa larga cadena que será el testimonio cristiano. La presencia de María propicia la santificación de Juan y este mueve a su madre a exclamar: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”. La potencia de la santidad es tan grande que todo, a su alrededor, se conmueve y llena de una alegría desconocida.
Pero también sucede que Isabel, que ha sido agraciada con un milagro singular (concebir en su esterilidad y vejez), es capaz de reconocer dones más grandes. Ello es posible porque es consciente de la gracia que se le ha hecho y su corazón se ha dilatado y sensibilizado hacia el bien. Y la que ha sido agraciada llama Dichosa a la Virgen. En esta escena, de comunión de santos, se nos muestra la grandeza del intercambio de dones espirituales de que habla, en algún momento, el apóstol Pablo. Es toda una escuela para nosotros. La Virgen nos muestra el ardor apostólico que nace de la vocación recibida. Isabel nos confirma que el dinamismo de la gracia no nos lleva a quedarnos con lo que se nos ha dado sino que nos coloca ante el umbral de cosas aún mayores. Y ahí está, como en miniatura, la alegría de la que participarán todos los santos a lo largo de la historia de la Iglesia congratulándose de los bienes que Dios reparte generosamente. Nos alegra la santidad de cada uno de los miembros y nos alegran también las gracias especiales (carismáticas) de las que son portadores algunos.
Por eso, contemplando esa escena, aprendemos cómo hay que recibir la gracia. Una de sus características es que lo embellece todo y nos permite percibir la santidad que tantas veces viaja oculta. De ella viven, también en tiempos de tribulación, los santos