Is 49, 8-15; Sal 144; Jn 5, 17-30
«¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». Los hebreos que escuchaban al profeta debieron temblar; sabían muy bien a qué se refería. Aquellas mujeres judías apretaban a sus niños contra sus pechos como si fueran parte de su cuerpo, y no se separaban de ellos, ni de día, ni de noche. Cuando la madre de Moisés sintió que le arrancaban a su hijo, se revolvió con mil estratagemas y no descansó hasta tener, de nuevo, a su pequeño cosido a ella… Por lo que a mí respecta, apenas conservo un recuerdo de mi niñez en el que no esté presente mi madre. Durante un breve tiempo, hubo una «tata» en mi casa. Se llamaba Tomasa, y entre mi hermano y yo le rompimos los dientes con el palo de una escoba (¡No me alegro de ello! ¡cómo lloraba!). El resto de mis recuerdos tienen a mi madre por medio. Me hace estremecer el pensar que muchos de los niños de hoy no van a poder decir lo mismo que yo: sus recuerdos les llevarán a la guardería y a las interminables «tatas» con que han crecido, y les harán sentir gratitud y nostalgia hacia los abuelos… Pero de mamá recordarán que la veían por la noche. Son niños sin hogar. Quizá por eso hay tantos «hogares» sin niños. La segunda parte de la frase de Isaías estaba escrita para nosotros.
En algunos momentos, hubiese preferido que mi madre me «olvidase» un poco: no me gustaba que se metiera tanto en mis asuntos. Pero aquello me dio la vida. Yo sí me olvidaba de mi madre. Ignoraba sus consejos, y aquello era, para mí, la muerte. Cuando volvía a casa con una brecha, mientras me curaba pronunciaba una de las frases más desagradables y sabias del refranero materno: «¡Ya te lo dije! ¡Si me hubieras hecho caso…!». Si te hubiera hecho caso y no hubiera jugado con piedras, no me habrían descalabrado. Ahora lo sé.
Olvidarte a Ti, Señor, ha sido para nosotros la muerte. Cada vez que ignoramos tus leyes, sepultamos nuestras almas en las tinieblas del pecado… Pero Tú, Tú que por medio de mi madre me hiciste entender que no me olvidas, no pudiste apartar la mirada de tus criaturas. Y, aunque te habíamos olvidado y por nuestros crímenes moríamos, enviaste a tu Hijo a rescatarnos, a sanar nuestras heridas y a librarnos de la muerte mientras -¡También Tú!- nos recordabas: «¡Ya te lo dije! ¡Si me hubieras hecho caso…!». «Llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán». Se acerca la Semana Santa, y Tú, Abbá, derramarás sobre nuestras heridas, como bálsamo, la Sangre Redentora de tu Hijo. Pero, para que pudiéramos recibirla, antes tuviste que dejar que se rompiera el Frasco: así nos has amado.
Y María, la Madre que no pudo olvidar al Hijo de sus entrañas, abrirá sus brazos también para nosotros. No perderé la ocasión de pedirle madres para nuestros niños, y niños para nuestras madres. Me gustaría que los pequeños a quienes imparto catequesis pudieran entender a Isaías como lo entiendo yo.