Este año la solemnidad de San José se celebra el día quince y no el diecinueve. La primacía de la Pascua sobre el resto de festividades del calendario litúrgico ha llevado a ello. Eso hace que nosotros contemplemos la figura del santo patriarca en la perspectiva de los días que se avecinan. San José es un personaje importante en la historia de la salvación. Dios lo predestinó para ser el esposo de María y ejercer como padre de Jesús. De hecho el ángel le encarga a él que le ponga el nombre al Niño que nacerá y le indica el sentido: “porque el salvará al pueblo de sus pecados”.

Toda la vida de san José aparece rodeada de misterio; de ese mismo misterio que descubre en la Virgen y ante el que cree más oportuno separarse. Pero a esa decisión suya Dios responde uniéndolo más a él. En esa actitud de José ya descubrimos una manera de tratar las cosas de Dios, y más ante las grandes celebraciones que se avecinan. Se trata del temor ante lo sagrado. Temor aquí no significa miedo, sino reconocimiento de que algo desmesuradamente grande para nosotros está sucediendo. El temor nos coloca ante la grandeza de Dios y nos ayuda a tomar conciencia de nuestra pequeñez. Es lo que hace José. Y esa actitud se revela necesaria para poder, después, participar bien de los misterios de Dios sin maltratarlos ni tergiversarlos.

A las puertas de la Semana Santa, que hemos celebrado tantas veces, sentimos, con san José la grandeza del misterio pascual. No se trata de retirarnos de él porque ya sabemos que Jesucristo nos quiere ahí, a su lado. Pero podemos aprender ese respeto humilde que hace las cosas comprensibles. El ángel explica lo que sucede a quien no intenta someterlo a su criterio racionalista. San José no pretende entenderlo todo. Precisamente porque es justo, que significa en las Sagradas Escrituras santo, sabe tratar adecuadamente todas las cosas: las humanas y las divinas.

Otro aspecto que repetidamente se señala sobre san José es su silencio. Los evangelios no recogen ninguna palabra suya. Lo vemos obediente en todo, prefigurando esa obediencia hasta el extremo de Jesús, pero ninguna palabra suya nos ha sido conservada. Sabemos que escucha a Dios y que su palabra es eficaz en su vida, pero no sabemos qué dice él.

Ese silencio es también una escuela para todos nosotros. Porque el silencio, interior y exterior, nos lleva a escuchar mejor a Dios. Es imprescindible para la oración y también para captar los matices. Hoy en día nos hemos acostumbrado a trabajar con la radio puesta; lo mismo hacemos al conducir e incluso en las comidas familiares no es raro que la televisión sea el único comensal que puede interrumpir una conversación sin que pase nada. Pero el ruido impide fijar la atención en las cosas. Necesitamos de ese hábito para contemplar la pasión de Jesús, acompañar a su Madre en el sábado santo y captar la alegría de la resurrección. Que el silencio sólo sea roto por la Palabra de Dios.
Finalmente, los acontecimientos de la vida de José, como el viaje a Belén para empadronarse, la pobreza del pesebre o la huida a Egipto por la amenaza de muerte, vinculan a San José con la pasión de Jesús. Toda la vida de Jesús, desde su nacimiento, se ordenó al sacrificio del Gólgota. San José, al igual que la Virgen María, lo acompañaron en ese camino.