Jesús llama a Mateo, quien inmediatamente lo deja todo y le sigue. Es uno de los textos que narran el encuentro de Jesús con personas concretas. Es Jesús quien viene a buscar al hombre y lo llama. A la libertad humana le es dejada la posibilidad de responder afirmativamente al Señor. Mateo era cobrador de impuestos y servidor, por tanto, del Imperio Romano. Los publicanos tenían mala fama y eran considerados por los judíos practicantes (los fariseos), como pecadores. Pero Dios no llama en virtud de la santidad humana, sino por su libre designio. La santidad será consecuencia del seguimiento de Jesús.

En la primera lectura, del profeta Oseas, se lanza una dura advertencia contra quienes han convertido la religión en algo ideológico que no tiene nada que ver con lo concreto de su vida. Se dirige a unas personas piadosas que realizan holocaustos pero desconocen la misericordia. Tienen presente a Dios en su cabeza pero no se manifiesta en sus vidas. De esa forma la religión ha pasado a ser una actividad más de las muchas que llevan a cabo, quizás muy importante, pero no la que da sentido a toda su existencia. Son fieles a una práctica ritual pero no conocen verdaderamente a Dios. Por eso, han convertido la religión en un muro que impide a Dios hablar. Fijémonos que la oración consiste en un diálogo con Dios. No estaría bien que nosotros lo apabulláramos con nuestras plegarias haciéndonos los sordos a lo que Él nos quiere decir. De igual manera, la religión cristiana podría definirse como relación de amistad con Dios. Y eso es lo que Jesús ofrece.

Jesús se hace el encontradizo con el hombre en cualquier momento. Así lo muestra el Evangelio de hoy. Mateo fue rescatado de su vida cotidiana por la llamada de Jesús y, como sabemos, llegó a ser Apóstol y Evangelista. Desde el prejuicio humano, manifestado en los fariseos que murmuran contra Jesús porque come con pecadores, la conversión de Mateo era imposible, porque ellos veían la santidad como resultado de sus propias fuerzas y no como dádiva que desciende de lo alto.

Lo mejor que puede hacer el hombre es dejarse salvar por Dios. Así lo dice el salmo de hoy: «Yo te libraré y tú me darás gloria». Y en otro salmo parecido se señala: «Te ensalzaré, señor, porque me has librado». Es Jesús quien nos rescata y lo hace cada día. Sucede que muchas veces nosotros no somos conscientes de ello. Por eso Oseas nos dice: «Esforcémonos por conocer al Señor». Es decir, estemos atentos cada día para que no nos pase desapercibido Jesús que se nos acerca de mil maneras distintas y nos llama. La forma más grande que tiene de mostrársenos es en el sacramento de la Eucaristía. La Iglesia enseña que para acercarse a comulgar debemos tener presente a Quién vamos a recibir. Renovar cada día esa conciencia, de que es Jesús quien está oculto bajo las especies del pan y del vino y de que, aunque sea yo quien me acerco al altar es realmente Él quien se abaja para venir a mí, nos ayudará a reconocerlo después en nuestro quehacer cotidiano. Porque, cuando recibimos a Jesucristo en la comunión es porque Él quiere permanecer unido a nosotros no sólo en la celebración de la Misa, sino en toda nuestra vida. Se nos da con la intención de no separarse de nosotros.