2Re 2, 1. 6-14; Sal 30; Mt 6, 1-6. 16-18
«Si logras verme cuando me aparten de tu lado, lo tendrás; si no me ves, no lo tendrás»… Misteriosas palabras. Cualquiera podría decir que la suerte de Eliseo, como la de Íker Casillas, dependía tan sólo de su agudeza visual. Por cierto, y ya después de tres días: muy poca «vista» demostró tener Fernando Hierro dejando casi en pelota picada a un delantero irlandés (¡Con lo feos que son!) cuando faltaban dos minutos para la victoria. ¡La que nos hiciste pasar, Fernandito!
Volvamos a Eliseo, porque me caliento y luego ya no sé qué escribir. Situemos la página del libro de los Reyes, como si se tratase de una transparencia, sobre el Monte Calvario, y entenderemos: Elías fue anuncio de Cristo, y ese espíritu que cedió al joven Eliseo era la profecía del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. El Jordán, río que marca la entrada en la Tierra Prometida, cuyo nombre está asociado a las aguas del Bautismo, es la Pasión del Señor, en la que todos hemos sido bautizados y sumergidos para alcanzar la Vida.
Conforme Elías se aproxima al Jordán, va siendo abandonado por aquellos que lo acompañaban: «También marcharon cincuenta hombres de la comunidad de profetas y se pararon frente a ellos, a cierta distancia». Aquellos profetas que rehusaron cruzar el Jordán y dejaron solo a Elías son los diez apóstoles que huyeron cuando Jesús se aproximaba a la ribera de su Pasión. También son todos aquellos cristianos que están dispuestos a acompañar al Señor «hasta cierto punto» (me entiendes ¿verdad?). De todos ellos estaba escrito en el salmo: «Mis amigos y compañeros se alejan de mí; mis parientes se quedan a distancia» (Sal 37, 12). Eliseo, que acompañó a su maestro, es Juan y es María, quienes llegaron con Jesús hasta las aguas de la muerte. Se abrieron las aguas del Jordán para el profeta, y las de la muerte se abrieron para Jesús, quien pasó a pie enjuto sobre ellas para alcanzar la Vida. Fue arrebatado Elías, y también fue arrebatado Jesús de la tierra de los vivos. Pero Juan y María, como Eliseo, no habían apartado la vista del Maestro y lo vieron marchar. Por eso fueron ellos quienes recibieron, en primer lugar, el torrente de Sangre y Agua que manó de su Costado cuando Jesús, «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). Los otros diez tuvieron que esperar hasta que el Resucitado los reconciliase con la Cruz. Sólo después, cuando, sobre el Monte de los Olivos, volvieron a tener la oportunidad de ver partir a Jesús hacia el Cielo, estuvieron en condiciones de recibir el Espíritu.
Te cuento esto porque nos lo grita hoy la liturgia. En segundo lugar, te lo cuento para recordarte que la salvación se obtiene por los ojos, y que debes mirar mucho y muy detenidamente al Crucifijo. Y te lo cuento, también, por si fueras tú uno de aquellos que, siguiendo a Jesús, ha decidido detenerse al llegar a «cierto punto» y esperan a que el Espíritu venga a recogerlos y los lleve en volandas… Eso no sucederá. Los pasos los tienes que dar tú… Aunque tendrás ayuda. María ya te está tendiendo la mano desde el Jordán. ¿Querrás tomarla?