2Re 17, 5-8.13-15a.18; Sal 39; Mt 7, 1-5
La derrota que hoy la liturgia pone ante nuestros ojos es, si se me permite, más «seria» que cualquier otro fenómeno (como, por ejemplo, la derrota de Grecia, hasta ahora campeón, en la Eurocopa de fútbol): ¡De buena gana se hubieran conformado los israelitas con coger un avión y volver a su casa!
Pero fue su casa, precisamente, la que perdieron; Salmanasar, rey de Asiria, invadió su país y les deportó a tierra extranjera.
Ante un sufrimiento de tal magnitud, como ante cualquier situación de dolor, la tentación permanente es culpabilizar a alguien: buscar una mota en algún ojo ajeno, y descargar sobre ella el peso de nuestros fracasos: «mi matrimonio no va bien porque mi cónyuge es así…»; «fracaso en los estudios porque los profesores son así…»; «mi trabajo se hace insoportable porque mis superiores…»; y así indefinidamente. De este modo, nuestros sufrimientos se vuelven crónicos: si la solución está en que cambien los demás, jamás dejaré de sufrir, porque cambiarles a ellos no está en mi mano.
Sin embargo, escucha ahora el modo en que el propio pueblo de Israel medita sobre su dolor: «Esto sucedió porque, sirviendo a otros dioses, los israelitas habían pecado contra el Señor su Dios que los había sacado de Egipto»… ¡Ni una palabra contra el invasor!
Supón que, ante tus fracasos, en lugar de señalar las motas de los ojos ajenos, pensaras: «si yo fuera en verdad santo, este dolor no me quitaría la paz; lo viviría con alegría; si yo saco la viga de mi ojo, la mota del ajeno no me podrá enturbiar». Y pídele a la Santísima Virgen, maestra de humildad, que te conceda aprovechar esas aparentes derrotas para unirte más a su hijo Jesús, en quien todo dolor se vuelve paz.