Jer 31,31-34; Sal 50; Heb 5,7-9; Ju 12,20-33
Mirad que ya llegan días. ¿Días de qué? De una alianza nueva con la casa de Israel. Ya no será como antes. Quebraron mi alianza y eligieron quedar fuera. No importa. Las cosas serán nuevas. Una nueva creación. Escribiré la ley en vuestros corazones. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ellos me reconocerán. ¿En qué le reconoceremos? Precisamente en que perdonará nuestros crímenes y no recordará nuestros pecados. Porque él nos conoce, absolviéndonos, no importándole de dónde venimos ni cuál ha sido hasta el presente nuestra vida. Podremos reconocerle en el perdón que nos concede. Ese reconocimiento será expresión de lo que, en él y con él, seremos, mejor somos ya.
Mas ¿cómo habremos de sentir esa necesidad de perdón? Cuidado, no con un sentimentalismo de rosacidades, sino con un sentimiento racional.
Ha llegado la hora. Quisiéramos ver a Jesús, decimos a uno de los suyos, a Felipe. Este fue a contárselo a Andrés. Junto con Felipe fueron a Jesús. Hay siempre mediación de personas. Siempre, para llegar a Jesús, tenemos a un Felipe y a un Andrés. La respuesta de Jesús es, como tantas veces, desconcertante: ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. El grano caerá en tierra. Se perderá para sí. Esa es su hora. Quisimos ver a Jesús y nos desconcierta hablándonos de servirle: el que quiera servirme que me siga. Su seguimiento es un servicio. ¿Servicio para subyugar, nos preguntamos un poco sobresaltados? No, servicio para acompañarle a donde él está. Entonces, nos dice, el Padre te premiará. Mas ¿dónde está que todo su ser se muestra agitado? Al acercarme a él buscaba, quizá, paz y tranquilidad, ¿y me encuentro con agitación? Padre, líbrame de esta hora, oímos espantados que le dice. Para esta hora ha venido, continúa, sacando luego una conclusión: Padre, glorifica tu nombre. En este momento en el que Jesús acepta su hora y toma su camino, oímos una voz de lo alto —voz que se pronuncia para nosotros— que nos desconcierta más aún: lo he glorificado y volveré a glorificarlo. Nos explica: esa hora es la del juicio del mundo; los poderosos, los príncipes con sus pífanos y tamboriles, van a perder la batalla para siempre. Nos atraerá, pues arrebatará a todos hacia él, mas cuando sea elevado sobre la tierra.
¿Quién eres, Señor, dime quién eres? No sé si entiendo. Y quiero entender. Me encandilas, pero no comprendo. Te sigo, pero no me entero. Te serviré, si me ayudas a seguirte, pero no me lo explico. Quiero ser contigo, pero todavía no entiendo.
De la primera lectura de Jeremías, pasamos por el evangelio de Juan a ese fragmento sobrecogedor de la carta a los Hebreos. Siempre magnífica, siempre desconcertante. Referencia a la vida de Jesús anterior a su pasión, en los días de la vida mortal. Ahora ya, está sentado en el cielo a la derecha del Padre. A gritos y con lágrimas. Ahora ya, está en el regazo amoroso del Padre. ¿A quién las dirigía? A quien podía salvarle de la muerte. En su angustia fue escuchado. Mas siguió su camino hacia la cruz, con empeño. Camino de pasión. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer, como traduce con fórmula magnífica el texto que leemos hoy. ¿Será ese también nuestro servicio junto con él? Jesús ha sido llevado a la consumación, convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
¿Quién eres, Señor, dime quién eres?