Núm 21,4-9; Sal 101; Ju 8,21-30

Una serpiente de bronce colocada en lo alto de un estandarte. Los mordidos de serpiente la mirarán y quedarán sanos. En verdad, extraño pasaje del libro de los Números. ¿Buscaba explicar la presencia de una imagen de serpiente en al templo (2Re 18,4)? ¿Restos de animales fantásticos o dragones de fuego? ¿Representando al causante se conjura el peligro? Sab 16,5-14 lo interpreta quitándole toda virtud mágica. Jn 3,14 le da una interpretación cristológica: la serpiente en el estandarte es imagen de Jesús en la cruz (Alonso Schökel).

¿Qué es lo importante? Que el Señor escuche nuestra oración; porque el Señor atiende nuestra oración y nuestros gritos llegan hasta él. No nos esconde su rostro y —qué gesto maravilloso— inclina su oído hacia mí. No el lejano lleno de poder, sino el compasivo y misericordioso. Cuando reconstruya su templo y aparezca su gloria —como acontecerá en la cruz—, la miraremos y se volverá a nosotros. No nos despreciará, aunque le pidamos cosas tan pequeñas como a nosotros nos corresponden, quizá porque no tenemos mejor imaginación. Una nueva creación, y el pueblo que será creado alabará al Señor, mirando su gloria, que se ha fijado en nosotros, escuchando los gemidos de los cautivos y librando a los condenados a muerte.

Jesús ha de ser el condenado a muerte, vemos que llega la inminencia de su pasión. ¿Le abandonará su Padre Dios? Porque no lo hará, por eso mismo, nosotros mirando a la cruz donde estará colgado de aquí a poco, veremos su gloria. Porque su gloria estará en el colgante de la cruz. La gloria suya, que es la gloria de Dios. Parecerá un pingajo, pero no, miradlo bien y veréis allá en el clavado la gloria misma de Dios.

¿Quién eres tú?, le preguntan. A Jesús le hastía la cuestión. ¡Qué mas da si, de verdad, no lo quieren saber! Qué más da lo que él diga de sí mismo, lo importante está en que es veraz quien le envió. Y él, Jesús, comunica al mundo lo aprendido del Padre. Su palabra, sus gestos, su pasión no son cosa sólo suya. Sobre todo, si puede decirse así, son de quien le envió. Pero no comprendieron que les hablaba del Padre. ¿Cómo iban a comprenderle si miraban con antipatía extrema a Jesús, buscando el momento propicio para dar ocasión —cosa curiosa— a que se nos muestre la gloria de Dios en el crucificado? ¿Cómo miraremos nosotros a Jesús para ver a quien es?, ¿con qué simpatía atolondrada lo haremos? ¿Cómo se nos dará esa gracia?

Sabremos quién es cuando sus enemigos lo levanten. Entonces lo conoceremos. Cuando lo levanten en la cruz, como a la serpiente, para que, quien le mire, sane; por mordido y emponzoñado que esté. La nuestra será entonces una mirada sanadora. Incluso la fuerza de nuestra mirada vendrá dada por quien está clavado en la cruz. Entonces aprenderemos muchas cosas. Que yo soy: palabras asombrosas, pues quien las pronuncia se da el nombre de Dios, se hace Dios, se sabe Dios: ‘Yo soy’ es el nombre de Dios, revelado a Moisés en el monte (Ex 3, 14), como todos los israelitas sabían. Nada hace por sí, sino que habla como el Padre le ha enseñado. Siempre, incluso en la horrorosa inclemencia de la cruz y cuando baje a los infiernos, no estará sólo. Misteriosa cercanía que no podemos comprender. Su ser es hacer lo que le agrada al Padre. También, pues, cumple su voluntad —¡su agrado!— en la cruz. Misterio tremendo.