En el Sábado Santo la Iglesia vela en compañía de la Virgen María. Jesús ha sido depositado en el sepulcro. Unas personas piadosas, José de Arimatea y Nicodemo, han pedido el cuerpo a Pilato y lo han sepultado en una tumba nueva.
Podemos imaginar la situación de los discípulos, contrariados, y también a la Virgen, traspasada por el dolor, ya que su Hijo a muerto verdaderamente y lo ha hecho sufriendo en su propio cuerpo todas las consecuencias de la maldad humana. A la soledad y frialdad del sepulcro se une la de los corazones, mucho más terrible y dolorosa, por lo que comporta de desamor.
Pero nosotros podemos entrar en el corazón de la Virgen y con ella esperar el gran acontecimiento de mañana: la resurrección.
Hay silencio, pero es expectante. Algo ha de suceder. Los signos que han acompañado la muerte del Señor así lo indican. Lo que se nos va a dar es mucho mayor de lo que podíamos imaginar, pero ahora nos toca esperar.
La Iglesia durante este día suspende la celebración de los sacramentos, salvo en caso de gravísima necesidad, como llevar la comunión a un moribundo. Lo hace para comprender esos instantes en que el mundo queda mudo. Jesucristo ha muerto en la cruz y lo ha hecho de forma verdadera. Su cadáver en el sepulcro indica que no ha sido una muerte aparente, sino real. Comparte totalmente la suerte de los hombres.
Con María esperamos, y nos mantenemos en vela.