Hch 4,8-12; Sal 117; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Cuando Dios se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. ¿Quiénes?, ¿nosotros, ese débil rebaño del que habla la oración colecta? Un rebaño exiguo; disminuyente entre nosotros. Una oveja muerta a la que todos parecen querer dar patadas. ¿Cuándo, pues, se manifestará? No en una revelación escondida y en esperanza, sino en una que nos haga ver; que nos dé la visión definitiva de Dios. El Padre Dios que nos ama. Pero parece un amor tan recóndito; poco menos que amor iluso. Dicen que antes las cosas no fueron así; dicen que llegará un día en el que todo será distinto; pero ¿y en el mientrastanto? ¿Cómo vivir ese admirable: pues lo somos?

Es un grito, pero un grito de certeza, de seguridad plena. En el Hijo, por él y con él, el Padre nos llama hijos, ¡hijos de Dios!, y por más que rebaño débil hasta casi la inanición, sin embargo, lo somos de verdad. Lo somos en nuestra realidad más profunda. Lo somos en las acciones de nuestra vida. Siempre tan pequeñas. Pero ¿no lo fueron también así las acciones de la vida de Jesús, mejor, de Jesucristo? ¿Tan pronto nos hemos olvidado de la pasión y muerte del Señor? Ay, ya querríamos estar con él en la gloria, resplandeciendo en el brillo de su divinidad. Sí, él está junto a su Padre. Pero nosotros seguimos acá. Aunque aquí, somos de allá. Aunque en la debilidad, una debilidad que hasta da risa, el Señor nos ha prometido su Espíritu, quien hará de nosotros su templo. El nuevo templo seremos nosotros, nuestra débil carne, el pequeño y mísero rebaño. Tú y yo. Tal es el misterio de la salvación.

Nuestro Buen Pastor nos conoce, a cada uno en persona. No somos rebaño gregario. Pertenecemos a un cuerpo, el de Cristo. Nosotros, cada uno, con nuestra cara y nuestros gestos. El Pastor nos llama por nuestro nombre. Nos reconoce. Nos conocer. Le conocemos. Y ese conocer no es un puro decir de meras palabrinas. Porque en él entramos en la dinámica del conocimiento del Padre y del Hijo. Y el suyo es un conocer que da la vida por nosotros. Por ti y por mí. No importa que seamos carne de pecado, pues somos pecadores; él, con su muerte y resurrección, nos salva del pecado y de la muerte. Resuena todavía en nuestro interior el ¡oh, felix culpa! del pregón pascual, feliz culpa la nuestra, pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.

¿Decías pequeño rebaño? Sí, claro. Del modo en que Jesús en la cruz es figura diminuta en la inmensidad del mundo. Un punto que se hace centro convergente: en él se nos da el conocimiento de Dios. De un Dios Padre, Padre nuestro. Punto que crece con la dimensión de la salvación. La tuya, la mía, la de todos. La del pequeño y débil rebaño. Como pequeño y débil es el madero. Como pequeña y angosta es la sepultura en la que fue colocado el cuerpo de Jesús. Mas siendo así, en la realidad de la esperanza se nos da la salvación de Dios y el conocer de la visión. El Viviente. ¿Crees lo que te digo? Sí. Pues bien, ahí, en ese sí bautismal, en la debilidad del agua y de la palabra, del pan y vino, de la Iglesia de Dios —Pablo casi siempre la llama así—, se da para el entero mundo la fuerza de Dios.