Hch 13,13-25; Sal 88; Jn13,16-20

En el libro de los Hechos hay numerosos discursos de resurrección en los que se hace una historia del Pueblo elegido; el más largo de entre ellos es el de Esteban ante el sanedrín. Historia que termina cada vez en Jesús, porque en él se cumplen las Escrituras. Hoy y mañana, a mitades, leemos el pronunciado por Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, cuando los jefes le invitan a dirigirse a la asamblea reunida el sábado.

Leen unas Escrituras —nosotros las llamamos AT— esencialmente abiertas a quien ha de venir. Por eso hacen la historia de la promesa y del cumplimiento de la promesa que, con la Alianza, Dios había hecho con su pueblo de una vez por todas. Nosotros los cristianos salimos también de ese tronco único. Según lo prometido, nos dice Pablo, Dios sacó de la descendencia de David un salvador para Israel: Jesús. No cabe un Jesús que sea Jesucristo —Jesús, el Mesías— si no está entroncado en esa historia, si no es fruto de esa promesa. Alguien en quien se da cumplimiento a esa historia de Dios con el pueblo que él se eligió para siempre. Admira la cantidad de veces que aparece en el NT la palabra cumplir, dar cumplimiento.

Ni Jesús ni el cristianismo se pueden comprender si no es en la continuación, en el cumplimiento de las Escrituras. Si se compran una grandes tijeras para cortar el libro que llamamos la Biblia, separando el AT del NT, y tiramos toda la primera parte, además de haber echado a los lobos un maravilloso texto literario, lo que no es poco, nos habremos cerrado a comprender el NT: Jesús habrá desaparecido así de nuestro horizonte. La comprensión que de ese corte sale es tan traumática que nada queda ni de Jesús ni del cristianismo; como no sea el cristianonazismo, cuyos componentes justificaban con ese corte el exterminio de los judíos.

Nunca se pierda de vista, pues, que AT y NT forman una unidad inseparable. Unidad de profecía y de cumplimiento. Unidad esencial. Así pues, un AT, una Escritura abierta a quien va a venir —poco más tarde quienes no aceptan a Jesús, darán cerrojazo a sus Escrituras, que nunca más habrán de señalar a quien ha de venir—, y un NT injertado en el AT, del que recibe la sabia de la profecía y de la capacidad de cumplimiento. Además de ser, por ejemplo, el libro de nuestra oración, como acontece con los Salmos.

Por eso, porque las cosas son así, cantaremos eternamente las misericordias del Señor y anunciaremos su fidelidad, la continuidad de su fidelidad, por todas las edades.

¿Quien envía a Jesús? El Dios que habló con Abrahán, el Dios que se apareció a Moisés, con quien habló como un amigo habla con su amigo. ¿Quién nos envía a nosotros? Jesús, el Cristo, quien murió por nosotros y resucitó para nuestra salvación. Él nos ha elegido. Mas, insiste también el evangelio de Juan, la escritura tiene que cumplirse. ¡Horror!, tiene que cumplirse igualmente en la traición anunciada, en la venta por las treinta monedas, en la angustia, en el abandono, en los salivazos, en el reparto de los vestidos, en el madero, en la lanzada. Todo eso estaba anunciado. Debía cumplirse. Y se cumplió en Jesús.

Asombra. Y todo esto anunciado en las Escrituras, para que cuando suceda sepáis que YO SOY. El que recibe a mi enviado me recibe a mí. Y el que me recibe, recibe a quien me ha enviado.