Hch 13,44-52; Sal 97; Jn 14,7-14
Nos saltamos el final del discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: al que el Señor despertó, Jesús, no experimentó la corrupción, y quien cree en él queda liberado del pecado.
Al sábado siguiente acude un gentío a la sinagoga para escuchar a Pablo, mas se organiza una terrible gresca: envidia e insultos. Y esta es la ocasión para que él y su compañero Bernabé anuncien a todos que ya está bien: a partir de ahora se dedicarán a los gentiles. Cumplen así la profecía de Isaías: Yo te haré luz de los gentiles, para que les lleves la salvación hasta el extremo de la tierra (Is 49,6, segundo canto del Siervo, uno de los textos clave que se llevará a cumplimiento en la Nueva Alianza). Se cumple así, con la muerte y resurrección del Señor, no aceptada en la sinagoga, el cumplimiento de la profecía de la universalidad de la salvación. Iremos a los paganos. Al oírlo, estos se alegraron sobremanera y alababan la palabra del Señor. Lo que se planteó en torno a Cornelio y Pablo se hace ahora realidad absoluta. Bien es verdad que, según el mismo libro de los Hechos viene a contar luego, Pablo, siempre que va a un lugar nuevo, lo primero que hace es buscar la sinagoga y predicar en ella, cuando le dejan, lo que es para él causa de enormes sufrimientos. Pero Pablo entiende siempre como un misterio indescifrable para él que una parte decisiva de los judíos no aceptara a Jesús como el Enviado definitivo de Dios. En los capítulos 8, 9 y 10 de Romanos, Pablo rumia el misterio de su desolación. No puede ser: al final de los tiempos, también ellos, el Pueblo elegido, vendrá a creer en Jesús.
De este modo, canta el salmo, los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Así, el Señor nos ha dado a conocer su victoria. Ha revelado a las naciones su justicia. Se ha acordado de su misericordia y su fidelidad para con todos.
El misterio tiene nombre, el evangelio de Juan nos lo desvela. Quien le conoce a él, conoce también a su Padre. Porque hasta ahora, incluso los propios judíos, conocían el resplandor de Dios a través de un velo, pues Moisés, cuando hablaba con el Señor, se quitaba el velo para hablar con él cara a cara; pero cuando volvía a los suyos, se lo volvía a poner. Los israelitas veían la piel del rostro de Moisés radiante, y Moisés se ponía de nuevo el velo hasta que volvía hablar con el Señor (Ex 34,35). Ya no, ahora el velo del Santuario ha sido desgarrado de arriba abajo (Mc 15,38). Ahora es la carne radiante de Jesús la que resplandece con el resplandor de la gloria de Dios. Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Por eso, quien cree en él, hará las obras que él hace, y aún mayores. Ha ido al Padre —no para dejarnos solos, el próximo acontecimiento de Pentecostés, nos lo mostrará en su esplendor—, y junto a él está. Por eso, lo que pidamos en su nombre, él nos lo dará. Jesús resucitado, que está sentado a la diestra de Dios Padre, nos lo dará, para que sea el Padre glorificado en el Hijo.a
No siempre es sencillo leer a Juan —como tampoco lo es leer a Pablo, y quien habla de las sencilleces evangélicas, se confunde por entero—, pero hacerlo, ¡qué gloria!