Hch 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97, 1-4; 1Jn 4, 7-10; Juan 15, 9-17
Dice Jesús en el evangelio: Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud. Hilaire Belloc tiene una frase que me gusta recordar: “Donde luce un sol católico, hay alegría y buen vino”. El cristianismo ha traído la alegría al mundo. No esa alegría que es mera algazara y que se pierde ante la primera contrariedad, sino la profunda que sacia el corazón del hombre. Es una alegría que permite ver la belleza del mundo y afrontar todas las cosas con esperanza.
Uno de los signos de la vitalidad de la Iglesia es su alegría, como nos recuerda de manera especial el tiempo de Pascua. No es extraño que el calendario esté lleno de fiestas. Cuando uno entra en una pastelería, ve que muchos dulces han aparecido con motivo de celebraciones cristianas: el turrón, el roscón de reyes, el huevo de pascua… Todos ellos son signos exteriores de una realidad: Jesús ha resucitado y ha hecho todas las cosas nuevas. Incluso en una sociedad paganizada como la nuestra, las fiestas de Navidad hacen que los rostros de todos, creyentes y no creyentes, resplandezcan de una manera especial. Es algo que está ahí y que el mundo no puede explicar, porque no es la alegría que viene de un regalo, o de que las cosas nos hayan ido bien, sino que nace de una certeza: Jesús, el victorioso, está con nosotros.
Una de las cosas que más confundía a los primeros perseguidores era la serenidad de los mártires. El martirio de san Vicente, por ejemplo, llegó a ser muy famoso. Cuál no sería su impacto cuando algunas narraciones que se conservan nos hablan de que se entonaban himnos y cánticos, de modo que el momento de la muerte del santo se convirtió en un acontecimiento que transmitía paz y tranquilidad. Es la verdadera alegría.
Jesús, en el evangelio, señala su causa última: Ya nos os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. ¡Qué grande es la relación que Jesús, todo un Dios, establece conmigo, un pobre hombre!
Me contaron una anécdota que refleja bien este hecho. En un país africano en guerra un misionero entregó una medalla del Sagrado Corazón a un niño. Cuando éste iba por la calle, un soldado bastante bruto se la arrancó para burlarse de él y de un empujón lo arrojó a un charco. El muchacho, dolorido por el golpe, le miró y le dijo: “Tú puedes quitarme esa medalla, pero no puedes quitarme a Jesús porque está en mi corazón”. Lo que expresó este pequeño es la razón por la que el cristiano está alegre, pase lo que pase y a pesar de todas las dificultades.
En nuestro mundo hay mucha tristeza. Basta fijarse en la cara de muchos niños para darse cuenta. Es porque el horizonte de su esperanza ha quedado muy limitado. Los cristianos estamos llamados a dar testimonio de la alegría que hemos recibido como un don del cielo. Como nos recuerda san Juan, no somos nosotros los que nos hemos adelantado a amar a Dios, sino que Él nos amó primero. De su amor aprendemos a amar a los demás, y así nos convertimos en difusores de la alegría que necesita el mundo