Am 7, 12-15; Sal 84, 9-14; Ef 1, 3-14; Marcos 6, 7-13

El evangelio de hoy es un prontuario para la acción apostólica. No debemos cometer el error de querer aprenderlo de memoria. Más bien conviene aplicar el método del beato Carlos de Foucauld. Él enseñaba y practicaba la lectura continua del Evangelio, volviendo una y otra vez sobre él con calma. El Evangelio era como una gota que caía constante sobre la piedra hasta que conseguía agujerearla. Es una enseñanza importante porque si no, empezamos a relativizar lo que Jesús dice. Nos ponemos a calcular, por ejemplo, qué significa no llevar alforja o si la túnica de repuesto es una consideración propia de aquel tiempo o válida todavía hoy. Son cuestiones muy accidentales que destruyen el poder del Evangelio. Hay que leer sosegadamente, a la luz y bajo la guía del Espíritu Santo y en el corazón de la Iglesia, y entonces el Evangelio se hace comprensible para cada uno. Los santos, con su pluralidad de carismas, no contradicen a Cristo, sino que lo muestran en infinidad de facetas, del mismo modo que una iglesia románica nos acerca al misterio de la Encarnación y el abajamiento de Dios, y un retablo barroco nos ayuda a contemplar el esplendor de la resurrección y el retorno glorioso de Cristo Juez.

contrario es lo que narra la primera lectura. Amós, que era pastor, va a predicar al santuario de Silo (que era real y por tanto tenía profetas a sueldo que hablaban para halagar los oídos de quien pagaba). No negaban que Dios hablara, pero se atribuían el poder de interpretarlo a su medida, sin posibilidad de que Dios suscitara su luz para explicarse mejor. Por tanto era inútil que Dios dijera algo, porque aquellos sacerdotes ya acomodarían la voluntad de Dios a sus intereses terrenos. El método de Carlos de Foucauld es distinto: escuchar cada día sin prejuzgar y, por supuesto, en sintonía con la Iglesia.

Quizás algo así quiere decir también Jesús al enviar a los apóstoles de dos en dos. Algún padre ha visto en este signo una enseñanza sobre el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Otros, como Teofilacto (siglo XII), señalan que van de dos en dos para que se acrezca el ardor. Me gusta esta interpretación. Si el apóstol va solo, fácilmente se desanima e, incluso, puede llegar a ser convencido por los argumentos del mundo. Nos necesitamos los unos a los otros para confirmar nuestra fe. Es lo que hace la Virgen cuando acude a visitar a su prima Isabel. Ambas han pasado por experiencias parecidas y se reúnen para confirmar lo que cada una ha vivido. Después, pasados tres meses, cada una puede volver a su casa.

En este sentido hay que valorar lo positivas que son todas las iniciativas encaminadas a confirmar en la fe, sobre todo en los grupos apostólicos. El mismo Carlos de Foucauld, desde su soledad en el Sahara, no descuidaba la correspondencia. Son miles de cartas las que se conservan de él. Necesitaba apoyarse en otros y hacer presente aquella enseñanza de Jesús: Donde hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Por otra parte, podemos leer ese de dos en dos pensando en lo que dice el salmo: La misericordia y la fidelidad se encuentran; la justicia y la paz se besan. En la historia de la Iglesia hay curiosas parejas de santos que iluminan algo en este sentido: san Benito y santa Escolástica, san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillach, santa Margarita María de Alacoque y san Claudio de la Colombière, san Basilio y san Gregorio, santa Teresa y san Juan de la Cruz… Jesús, que insiste en que no vayan solos, propone, sin embargo, la pobreza de medios. La primacía de lo necesario en el apostolado está clara.