Ex 1, 8-14.22; Sal 123, 1-8; Mateo 10, 34-11, 1
Jesús utiliza un lenguaje difícil. Hay expresiones suyas que, de entrada, nos parecen extrañas y hasta falsas. Dice, por ejemplo, “el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Estas palabras no pueden dejar de sorprendernos. Y el evangelio está lleno de sentencias parecidas.
Chesterton, el converso inglés, señaló que cuando se encontró con la Iglesia se dio cuenta de que lo que esta enseñaba coincidía con su vida, y también que las paradojas que se encontraban en el evangelio eran las mismas que él se encontraba en su vida. Es así de cierto. Lo que Jesús dice, por sorprendente que pueda parecer en un principio, y hasta alejado de la realidad, después, al aplicarlo en nuestra vida, descubrimos que es verdad. Se cumple así lo señalado por Chesterton, pero aún más se prueba la verdad de todo lo que el Señor nos dice.
El Evangelio de hoy es rico en expresiones que invitan a una renovación total de la mente. La novedad que Jesucristo nos trae es de tal potencia que rompe todo lo que tenemos alrededor. De hecho lo quiebra para redimensionarlo. Pensemos, por ejemplo, en la relación con las familias. Jesús quiere que le prefiramos a Él por encima de padres y hermanos. En una primera impresión nos parece una osadía por su parte. Después, cuando empezamos a ponerlo en primer lugar, caemos en la cuenta de que amamos a nuestros familiares de una forma nueva y más intensa. Anteponemos al Señor para poder querer a los de nuestra sangre con un amor más perfecto. Ya no los amamos desde nuestra limitación, ni en un horizonte meramente natural, sino que los queremos desde Dios.
Estamos acostumbrados a oír lo que nos gusta y aceptamos las palabras de los demás cuando confirman lo que ya sabemos. Jesucristo introduce una novedad, que es la de la gracia en medio de nosotros. Desde ella todo adquiere una nueva tonalidad. Ello nos es posible contemplarlo hoy desde la mirada de la Virgen. Ella es virgen y es madre, es la más humilde y llena de gracia al mismo tiempo, es la mujer sencilla y la virgen poderosa. Es una eclosión de la gracia y del amor divinos en una tierra muy frágil. En ella podemos contemplar en primer lugar como la adhesión a Dios no separa del hombre sino al contrario, establece lazos mucho más firmes y duraderos.
Existe la tentación de aferrarnos a lo humano y convertirlo en razón de resistencia contra Dios. Hemos de recordar aquellas palabras de Juan Pablo II que también ha hecho suyas Benedicto XVI: “Jesucristo no nos quita nada, sino que nos lo da todo”. Pero en el camino hacia la abundancia de los dones de Dios hemos de purificar nuestra manera de ver las cosas para poner al Señor por delante de todo. Y, en ese camino, como señala el evangelio de hoy, es posible tropezar con la incomprensión incluso de aquellos que nos son más cercanos.