Dn 7,9-10.13-14; Sal 96; 2P 1,16-19; Mt 17,1-9

Algo nuevo se abre ante nosotros. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador como no puede dejarlos ningún batanero. Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hemos descubierto, junto a Pedro, Santiago y Juan, que en Jesús hay fulgores que hasta este momento no habíamos visto ni sospechado. Descubrimos que lo suyo tiene que ver con la luz resplandeciente de la gloria de Dios. Nuevo Moisés en el que refulge no sólo la cara, como acontecía en aquel, sino que es su persona entera, hasta sus vestidos y sus sandalias, quien se transfigura. La nube que acompañó el peregrinar por el desierto se pone ahora junto a quien es la tienda definitiva del encuentro: el Hijo amado. Tienda de carne. Carne transfigurada. Porque el misterio de Jesús es el misterio de la encarnación del Hijo. El Hijo de Dios hecho carne, carne transfigurada; traslúcida por la luz de la divinidad. Nube del testimonio. Pues la gloria de Dios se manifiesta en palabras que los apóstoles escogidos, y nosotros con ellos, escuchamos: este es mi Hijo amado; escuchadlo. Quien es Palabra hecha carne, nos habla con su palabra, con sus hechos, con sus signos. No ya palabra suelta, sino Palabra resplandeciente.

La visión de Daniel brilla en el horizonte. Blancura del Anciano. Llamaradas. Río de fuego. Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Su reino no acabará. Nosotros también lo hemos visto hoy: es Jesús, el hijo de María, envuelto en la Gloria de Dios. Voz traída del cielo que nosotros hemos escuchado. Lámpara que brilla en un lugar obscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en nuestros corazones. Jesús, el Hijo amado al que escuchamos. Nosotros somos testigos predilectos a los que Cristo, nuestro Señor, nos ha dado a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad, como dice el prefacio.

Es necesaria la visión de este día para que podamos comprender en toda su profundidad inmensa lo que va a acontecer con la carne resplandeciente de Jesús. Carne de sacramento. Carne de víctima. Víctima pascual. Carne colgada en el madero de la cruz. ¿Qué ha ocurrido, pues?, ¿qué va a ocurrir con esa carne divinizada? Carne de despojos expuesta en la cruz. Carne purulenta, herida, traspasada. Carne muerta. De esta forma, prosigue el prefacio, ante la proximidad de la Pasión, fortalece nuestra fe, para que sobrellevemos el escándalo de la cruz, y aliente la esperanza de la Iglesia. Porque en este día vemos brillar esa claridad que un día resplandecerá no sólo en él, sino en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza. La transfiguración del Señor, pues, muestra las arras de nuestra propia transfiguración, la de esta nuestra pequeña y endeble Iglesia, con refulgencia de divinidad. ¡Quién nos lo diría! Nosotros que vemos a nuestra Iglesia tan poca cosa, tan aherrojada, a veces; incluso, tan miserable. Pues bien, hoy —¿quizá sólo hoy?, no lo creo, pues también en tantas ocasiones en que, a través de ella, se nos muestra la entrañable misericordia de Dios, amor de sacramentalidad—, viendo el resplandor de la carne de nuestro Señor, percibimos también nuestro propio resplandor divinizante. ¿Por qué? Para que sobrellevemos el escándalo de la cruz en la que cuelgan, junto a Jesús, clavados en él, nuestras debilidades y pecados. Para que contemplemos, ya desde ahora, el relumbrar divinizado de nuestra carne asumida en la carne misericordiosa de Jesús.